La editorial Texto Editores acaba de publicar Hambre de perro del escritor Christo Saprjanov, que ha obtenido recientemente el Premio Nacional de Literatura de Bulgaria.
Cuando se necesita dinero para pagar la operación quirúrgica del hijo, un maestro búlgaro ha de largarse al norte a construir carreteras, donde pagan un poco más y no se gasta nada a no ser que el vodka le atrape.
Cuando hay hambre los trabajadores de la tundra de alguna república rusa deben recurrir a la ingesta de perros y, cuando el frío les atenaza, el abuso del alcohol es el mejor de los aliados, aunque sus consecuencias son ciertamente nocivas para la familia. Alcohol, sangre, sexo, hambre, frío, abuso de poder y miseria son los elementos que, una vez combinados, perturban la paz del lector en un intento exitoso de mover la conciencia proletaria que cada uno, por aburguesado que esté, lleva dentro.
Si uno tiene una tarde excesivamente feliz y quiere amargársela por el contenido pero incrementar la dicha por el continente no tiene más que leer las 127 páginas de este libro que se lee del tirón entre escalofríos, reflexiones, rabias y caras de estupefacción. Al terminar la lectura a uno se le revuelven las vísceras pero se queda con una sensación de alivio al constatar que su situación, por mala que sea, es mejor que la que describe Saprjanov.
Es el libro que andaba buscando para ayudar a hacer entender a Marx en mis clases de filosofía: llevar a la práctica una idea bonita (como pudiera ser el marxismo) se puede convertir en una atrocidad («la farsa siniestra del socialismo real» -p 7-). Es breve, ágil y riguroso con lo cual los estudiantes podrán leerlo sin poner demasiados reparos.
Les dejo con unas perlas. La segunda de ellas es una de las más desasosegantes que jamás he leído:
La Parca había pasado de largo dejándole solo el regusto salado de la sangre en la boca. (p 14).
Pero la verdad era que al final los hombres se venían abajo y comenzaban a beber demasiado sin darse cuenta. El alcohol sustituía a la sangre que fluía por sus venas, les chupaba la fuerza y les obligaba a trabajar solo para tener algo de beber por la noche. Muy pronto una sola noche no bastaba para saciar su sed, por lo que seguían. Bebían noches, semanas, meses, años enteros, hasta que no les quedaban ahorros ni ropa que vender y, al final, consumidos, acababan convertidos en esqueletos revestidos de piel reseca. Entonces les metían en el dichoso tren y les mandaban de vuelta a sus familias, si aún les quedaba alguien. (p 24).
Luego la encontraban tirada en cualquier lugar, probablemente desnuda, acompañada solo por una niña pequeña que lloraba. A veces la Policía la encerraba unas cuantas noches, pero pronto la soltaban y todo volvía a ser como antes. Las otras putas no se quedaban por el campamento mucho tiempo, pero Lida nunca lo abandonaba. (p 29).
Inclinó la cabeza hacia el ataúd y el hombre muerto que yacía en él. Tendido de espaldas, con los brazos cruzados sobre el pecho, frío y rígido, esperaba a que le pusieran la tapa. Tranquilo, libre de preocupaciones, con los ojos cerrados y la boca medio abierta, tenía el aspecto de un hombre que tenía tiempo de sobra. Nada de problemas y nada de sangre. Toda su sangre había desaparecido por el gaznate voraz de Tánatos. La piel había perdido su tono y ahora tenía el color de los asfódelos. Sus facciones eran limpias y claras, purificadas por la belleza de la muerte. Los hombres apuñalados por la espalda son guapos. Saben morir. Aguantan. No piden auxilio a gritos ni se echan a llorar, sino que aprietan los dientes y se muerden los bigotes negros. La muerte ama a los hombres y los hombres aman a la muerte, o deberían amarla. Les hace más viriles que los hombres vivos, con sus rostros más blancos, su cabello más negro y sus cuerpos más pesados. Es una lástima que estén muertos, e realidad. (p 89).
-¿Hay papel? -preguntó el ruso.
-Me temo que no.
-Cretino -dijo el ruso e, inclinándose, hurgó entre las nalgas y sacó una mano con los dedos llenos de caca, que limpió en la pared. (p 102).
Había pasado otras noches a solas, pero nunca había sentido la soledad como algo tan ingernalmente denso y saturado. (p 110).
Él había atropellado a un bebé de dos meses en una caha en medio de la carretera. Más tarde la Policía averiguó que los padres del bebé le habían dejado ahí justo para que eso ocurriera. Pero igualmente tuvo que pagar por la vida del crío. (p 117).
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