Siempre me ha causado una tremenda sensación de compasión el convivir en mis clases, de vez en cuando, con alumnas tremendamente delgadas. Bien sea porque vivían en un país del «Sur» y tenían problemas de desnutrición o bien porque vivían en un país del «Norte» donde están sometidas a la dictadura de la imagen y a las tropelías de la moda.
Al no comer, su mal humor y/o apatía es ciertamente notable impidiéndoles concentrarse en clase. Suelen fracasar en los estudios porque llevan el cuerpo al límite, bien sea de forma voluntaria u obligadas por las penurias económicas.
Pero entre la anoréxica y la desnutrida hay un abismo moral incuestionable: la inmadurez, la escasa autoestima y el desprecio por sí misma que muestra la primera contrasta con la víctima de la injusticia de un mundo globalizado que no quiere alimentar decentemente a buena parte de sus habitantes.
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