A las 6:15 de la mañana el frío se adentra por los recovecos del que creía inexpugnable «plumas» y se fija en el tuétano sin ser invitado. Ni la capucha, ni los guantes, ni las robustas botas impiden que los pelos de mis brazos se ericen dos o tres veces antes de llegar al tranvía. Durante el trayecto la piel de gallina aparece un par de veces más porque la línea 1 carece de calefacción. Al salir del vagón me suelo encontrar con algún alumno que hace que mientras charlamos camino del instituto se me olvide la minusvalía térmica y que quedan varios meses por delante de bajocerismo.
Traspasar la puerta del centro donde trabajo supone sumergirme en una acogedora caldera funcionando a pleno rendimiento. Me despojo del abrigo y del jersey. Los estudiantes se ajustan las chanclas de peluche. Empieza la clase.
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