Una de las razones por las que jamás llevaría a un hijo mío a estudiar en el instituto público donde trabajo es por el grupo de jóvenes menores de edad, cada vez más numeroso, que se dedica a fumar en la puerta del centro todos los días unos minutos antes de que comiencen las clases.
Es para mí muy desagradable tener que recordarles que dan un ejemplo nefasto para los estudiantes más pequeños porque, lejos de obedecerme cuando les pido amablemente que apaguen sus cigarros, se ríen de mí -con la risa burlona del ignorante- y se justifican con expresiones irracionales tales como que «el gobierno lo permite», «los profesores igualmente fuman» o «los padres de los niños también dejan la casa apestada de humo, así que están acostumbrados».
Creo que me he convertido en el profesor más odioso del centro por insistir en que los menores no deben fumar en la entrada del instituto. No me duelen prendas porque mi intención es ayudarles; a buen seguro, algún día se arrepentirán de haberse introducido en ese destructivo vicio que poco les aporta y que solo sirve para enriquecer a las empresas tabacaleras estadounidenses.
Queridos alumnos adictos al tabaco: os seguiré pidiendo educadamente que no fuméis cuando chicos de doce años pasan ilusionados a vuestro lado en su camino a clase, porque sois su ejemplo de conducta y me niego a que en el centro donde me toca trabajar se tolere este tipo de referentes sociales. Aunque no os lo creáis, vosotros sois sus modelos a imitar, algunos incluso sois admirados, por eso es tan importante la imagen que mostráis en público.
Si no tenéis suficiente voluntad os sugeriría que os largaseis lejos del centro a fumar ese pitillo que os quita la ansiedad pero que os convierte en seres robóticos y dependientes.
En cualquier otro país eso de que los menores fumen a las puertas del centro se vería como una afrenta grave. Pero esto es España, y la educación en España es un cachondeo.
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