Muchos se preguntan perplejos y enojados por qué en la puerta de los institutos españoles se vende droga, viéndonos, la Guardia Civil y los propios profesores, impotentes ante semejante afrenta. La respuesta es muy sencilla: es uno de los efectos secundarios de vivir en un sistema social y democrático de derecho. La democracia debe tolerar a la chusma, a la gentuza, a los camellos y a los cabrones porque, de no hacerlo, el Estado se transformaría en un sistema totalitario, cuyos daños colaterales son mucho peores que el despreciable y abyecto trapicheo con drogas a la salida de clase. Esto lo explica bien Todorov en La experiencia totalitaria ( Galaxia Gutenberg, 2010):
A diferencia tanto de las teocracias como de los Estados totalitarios, la democracia no pretende ser un Estado virtuoso, no define el bien soberano ni obliga a todos los ciudadanos a aspirar a él (…) cada quien es libre de definir y de buscar el bien a su manera. La democracia es el régimen que hace posible esta búsqueda libre. (p. 259)
Sabemos que algunas veces los hombres han estado tentados de desempeñar por sí mismos este papel de purificadores, y conocemos los resultados catastróficos que han provocado estas aspiraciones en los regímenes totalitarios. En democracia no se alimentan semejantes proyectos de eliminar definitivamente el mal, aunque dichos impulsos existan aquí o allá. (p. 276).
Es en nombre de la democracia por lo que algunos de nuestros jóvenes, en base a una libertad «libre de definir», arrojan su vida por la borda ante un Estado que, obligado a ser negligente, contempla estupefacto la caída en desgracia de sus jóvenes que además estrangulan los fondos públicos que serán desviados por una solidaridad mal entendida (mal en mi opinión, claro está) para darles tratamientos y atenciones que compensen su estúpido capricho. Contra los distribuidores de drogas se puede luchar si las fuerzas de seguridad del Estado se lo propusieran seriamente, pero ello supondría caer en la tentación totalitaria cuya fase siguiente consistiría, quizá, en acabar con otros indeseables para la nación según la opinión de cada cual y de ahí a la purificación que extermina todo lo que no coincide con los sueños de quien tiene el poder, sólo media un paso.
De este modo la garantía de nuestra democracia estriba en el perverso y nauseabundo camello que se encuentra junto a la puerta de los institutos al acecho de nuevas víctimas ansiosas de una libertad mal entendida pero garantizada por la Constitución. Cuando no lo tengamos a la vista deberemos echarnos a temblar porque, quizá, la fuerza totalitaria que acabó con él se desate exterminando el libre pensamiento y los libros críticos con el poder. Mientras tanto sigamos intentando que los futuros yonquis –incautos, ingenuos, faltos de cariño o, sencillamente, imbéciles– sean capaces de decir no a los estupefacientes mediante una educación responsable por parte de nosotros, los educadores, y que de este modo condenen pacíficamente -mediante su no consumo- al ostracismo a esta lacra social que sigue asolando impasible a las nuevas generaciones.
He de decir que lo hasta ahora escrito no es más que una simple abstracción con ánimo conciliador sobre problemas muy concretos y dolorosos que tienen otros (disculpen los padres de hijos drogadictos por la ligereza y egoísmo con que me he expresado, es fácil juzgar cuando uno no lo sufre en carne propia). Si el problema afectara a alguno de mis seres queridos quizá escribiría menos textos utópicos y actuaría más, convirtiéndome, quizá, en eso que Todorov denomina un «purificador», elemento fundamental de todo sistema totalitario que se precie. Quizá.
Permítanme terminar con un poema de estructura paralela a la del que escribió Martin Niemoller titulado «Primero se llevaron a los comunistas»; no les oculto su sesgo demagógico, aunque mi verdadera intención es simplemente expresar la importancia de establecer prioridades a la hora de repartir los fondos públicos:
Primero toleraron a camellos
pero a mí no me importó
porque mi hijo no lo era.
Después salvaron a tramposos bancos
pero a mí no me importó
porque yo no soy deudor.
Luego perdonaron a los corruptos
pero como yo no lo soy
tampoco me importó.
Ahora curan la enfermedad de mi hijo
pero ya es tarde.
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