El pasado mes de abril compré el lector de libros electrónicos de Kindle. Me entusiasmó. Creí que por fin iba a acabar con los problemas de almacenaje de volúmenes que padecemos los lectores voraces que vivimos en pisos pequeños. Tras nueve meses dicho entusiasmo ha derivado en una profunda acentuación de mi aprecio por los libros… en papel. Los valoro más que antaño y tomo conciencia de que dificilmente serán reemplazados por la electrónica, la robótica o la cibernética. Los dos modelos de lectura convivirán, sin duda, pero entrambos contenedores de letras marcarán distancias entre ellos porque filtrarán según un único criterio: la categoría espiritual del contenido.
A modo de ejemplo, estoy leyendo La idea de la justicia de Amartya Sen (editorial Taurus). Este libro es imposible leerlo con aprovechamiento en uno de esos dispositivos porque hay que subrayar, comentar en los márgenes, husmear en páginas más adelantadas, retroceder para buscar una frase olvidada, doblar picos, ojear un capítulo posterior, curiosear unos segundos en el índice onomástico, también en la bibliografía, encontrar al azar pasajes previamente subrayados, manchar con café, jugar un rato como si fuera un I Ching. Leer a Amartya Sen en un eBook supondría una especie lectura a trompicones provocando pensamientos deshilachados, inconexos, adventicios porque sospecho que los lectores de fondo suelen ser desmemoriados y de lectura no lineal; además me enervaría y me dejaría la sensación de tiempo perdido cuando al cabo de los años quisiera recurrir a él para revivir los momentos de la primera lectura y no encontrara restos de mi yo.
El papel predispone para el difícil reto intelectual que supone entrar en diálogo con el escritor, prepara al espíritu para la complicada y disciplinada tarea de leer, facilita el ritual necesario para romper el hermético universo conceptual del autor y adentrarse en él como quien asiste por primera vez a una tenida masónica. Me atrevería a decir que un libro en papel susurra mensajes distintos a los del mismo libro en formato electrónico; además olvido más lo que leo en el electrónico que lo que percibo impreso en la celulosa (los neuroquímicos nos explicarán algún día el porqué).
Se dialoga mejor con el autor desde la materialidad del libro, también incita experiencias lectoras en las que el continente aporta matices a las palabras del escritor, el papel no queda silente como hace el electrónico; más bien al contrario: los dígitos y «bitios» deambulan errantes por un mundo cuatro postpopperiano fugaz, infinito, inconcretable, efímero, ilocalizable, tan vacío como la antimateria y tan inasible como un positrón.
El papel llama a la lectura al igual que la televisión nos incita a comer pizza o usar perfumes de mujer. Verlo en la biblioteca despierta asociaciones de ideas e impulsos intelectuales; los libros en papel llaman a nuestra puerta, los de los bytes esperan displicentes y arrogantes a que les llamemos nosotros. Los unos y ceros no comprenden que a los lectores vocacionales siempre nos han elegido los libros y no nosotros a ellos.
Además hay algo de fraudulento, propagandístico y pasajero en esta moda del eBook porque es perentorio vender aparatos. En este sentido nos dicen los mass media que se ha vendido un millón de libros electrónicos de Millenium. Posible explicación: se compra un ejemplar por curiosidad con el primer aparato adquirido para no volver a hacerlo más; solo algunos los compran cuando la versión en papel está agotada o no le alcanzan los distribuidores, pero si se trata de alta literatura se las verán con algo más degradado, una novela distinta.
Siempre pensé que el asunto del continente es sólo para nostálgicos y tecnófobos, que lo importante es el contenido. Ahora me desdigo. Leer es leer en papel. Habrá que buscar otro verbo para significar «poner los ojos ante la tinta digital». Leer alta literatura en uno de estos aparatos es tan ridículo como leer una revista del corazón impresa en tapa dura con una bibliografía al final acompañada de un índice conceptual. El nivel de concentración y de entrega varían.
Un ejemplo: empecé a leer en el Kindle la extraordinaria novela de Stefan Zweig La impaciencia del corazón, que, confieso, conseguí de forma gratuita en uno de tantos sitios de la red. Tras leer las tres primeras páginas y otras tantas al azar no tuve más remedio que pagar los veintiocho euros que costaba en papel porque se trataba de un libro al que volver, de los que influyen a lo largo de la vida, de los que acompañan a uno y dan prestigio a la biblioteca particular. De esos que los nietos ojearán curiosos para sorprenderse de las notas que allí dejaba su abuelo.
Entiendo que los libros en papel son caros y que se pueden obtener todos ellos de forma gratuita en la red, pero les aviso: en el Kindle sí se puede leer la autobiografía de Mario Conde pero no la del Marcel Proust de en En busca del tiempo perdido. En el eLibro sí se leerá con placer el Todo va a cambiar de Enrique Dans pero no El príncipe de Maquiavelo. En el eBook disfrutará leyendo una amplia y brillante reseña de Contraluz de Thomas Pynchon pero no el extensísimo y magistral libro. El lector de libros electrónicos le prorcionará una bonita experiencia lectora con los reportajes de guerra de los periodistas más avezados pero le impedirá quedar sumergido en las profundas aguas de Kapucinsky, Naipaul o Javier Reverte. Un último ejemplo: Leer El Quijote en Teherán es de los que se dejan leer en formato electrónico porque el aristocrático papel es dignatario de palabras mayores; aquí lo tienen.
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