Vivió muy bien durante la década de los setenta trabajando para una multinacional usamericana encantada de que la jefatura del Estado estuviera en manos del sah de Persia, quien mimaba a las empresas extranjeras en detrimento de sus súbditos iraníes. Cuando la Revolución islámica triunfó su empresa abandonó el país a la vez que huían los Pahlavi; él emprendió un negocio de juguetes que quebró en solo tres años. Desde entonces da tumbos de un trabajo a otro, malviviendo junto a su familia numerosa en un pequeño piso de alquiler. Al menos puede alimentar, vestir y dar un techo a su familia.
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