La didáctica de la filosofía consiste principalmente en dialogar en el aula, no en dictar apuntes, copiarlos, regurgitarlos en un examen sin entenderlos y corregirlos con desdén y hastío. El aprendizaje de los conceptos filosóficos requiere de interlocutores, de ningún modo es un trabajo en solitario ni un monólogo. Además el profesor, aunque sepa de antemano hacia dónde se dirige el diálogo, debe desdoblarse para recorrerlo junto a sus alumnos como uno más que simplemente facilita y promueve la discusión. Pero dialogar en el aula es muy complicado si se desea practicar de forma efectiva sin caer en el «hablar por hablar» o perderse en digresiones que nos aparten del objetivo filosófico marcado por el docente o el Ministerio de Educación.
Gran parte de mi pasión por el diálogo en clase se la debo a Oscar Brenifier, cuyos libros son un arsenal de buenas ideas para disfrutar y trabajar la filosofía de modo que los alumnos encuentren la «libertad interior» y se comprometan con la sociedad y la búsqueda de la verdad; es un grave error seguir construyendo ciudadanos expertos en aprobar exámenes de filosofía porque, probablemente, acabarán odiando la asignatura más trascendental del sistema educativo: aquella que les dotará de herramientas conceptuales que les ayudará a ser más felices.
Suelen acusar a Brenifier de ser provocador y dialécticamente agresivo con sus métodos, acusación muy parecida a la que se lanzaba contra Sócrates (corrompía a los jóvenes). Sus críticos confunden el pensamiento cuidadoso -que todo debate serio exige- con la terapia grupal, la confesión pública y los discursos «políticamente correctos», aspectos nefastos para un diálogo filosófico efectivo. Además en el diálogo se trata de batallar con la munición de las ideas y no en dejarse matar por balas perdidas.
Comenté en su día El diálogo en clase y acaba de ser publicado Filosofar con Sócrates por la editorial Diálogo, un preciado regalo para nuestro gremio. Ahora que faltan pocos días para comenzar el año académico se alegrará, usted profesor, de leerlo.
Dice Brenifier en su libro que «la mayoría de los antiguos alumnos de bachillerato conservan un mal recuerdo de sus clases de filosofía» (p. 96); indica también que el profesor de filosofía debería propiciar por encima de todo un determinado estado espiritual en los alumnos (p. 118); igualmente propone una importante clave docente -y decente- cuando asegura que «nos parece imposible que un alumno pueda escuchar a una persona hablar ininterrumpidamente durante una o dos horas, y mucho menos sobre cuestiones abstractas» (p. 97). Tampoco desmerece su «lo importante no es aprender sino desaprender. No hay que enseñar principios, al contrario: hay que corroer esos principios para que podamos pensar» (p. 17).
Estas cuatro frases, escogidas al azar entre las numerosas que he subrayado y comentado en los márgenes, dan una buena idea de la esencia de este libro: amor a la filosofía, con todo lo que conlleva: compromiso, rigor y diversión.
Gabriel Arnáiz ha preparado esta edición tan necesaria para los profesores que pensamos que el diálogo es el método principal de la educación. Dado que hay ocasiones en que algunos lo cuestionan (sigue siendo, lamentablemente, poco ortodoxo) encaminaré a los críticos a la lectura de este libro para que estudien la fundamentación de nuestro trabajo. Gracias Gabriel. Gracias Oscar. Sin vosotros nuestra labor docente sería mucho más complicada.
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