Me resulta difícil entender a las personas que nunca se plantean el sentido de la vida, de hecho cada vez conozco a menos gentes que lo hagan porque la sociedad les engulle con partidos de fútbol, cestas de la compra, viajes a Disneyland y discusiones eternas sobre asuntos sin importancia: la banalidad de la cotidianidad nos aleja del sentido. No reflexionar sobre el proyecto existencial de uno afecta, para mal, a la configuración del carácter, y es que algunos parece que evitan buscar el sentido encontrándolo en sucedáneos tales como trabajos alienantes, ilusiones inalcanzables, ansiolíticos televisivos o relajantes musculares.
Evitar la penosa pregunta implica arrojarse a un mundo de superficialidades que deshumaniza a la persona. No sugiero que las gentes se entreguen compulsivamente a la lectura de complejos tratados filosóficos o que asistan a sesudas conferencias de los eruditos de moda, sino, por ejemplo, que conversen en el bar sobre el sentido de la vida o, mejor aún, que vean con atención películas como las que propone Jot Down. También pueden sumergirse en amenas e instructivas lecturas como la que acaba de publicar la editorial Herder: A la escucha de sentido. Conversaciones con Mar-Antoine Vallée.
Dicha obra es una profunda pero asequible entrevista a Jean Grondin, el prestigioso catedrático de Metafísica de la Universidad de Montreal que se ha convertido en una especie de nueva estrella en el firmamento filosófico que está llamado, quizá, a recoger el testigo de Habermas, el filósofo vivo más prestigioso. El profesor Marc-Antoine Vallée dialoga con Grondin en torno a cinco temas —la vocación del filósofo, la hermenéutica, la experiencia del sentido, el arte y la religión— en lo que constituye un texto que podríamos calificar de sizígico.
La primera de las entrevistas se centra en la biografía intelectual de Grondin incidiendo especialmente en los orígenes de su vocación filosófica, y es que, durante su juventud, el autor canadiense no podía vivir sin preguntarse por las cuestiones fundamentales acerca del sentido de la existencia, lo que marcaría su futura vida profesional. Dado que en su época no existía la Play Station le dio tiempo a profundizar —digo yo— en diversos filósofos, siendo sus preferidos Raymond Aron, Ricoeur, Habermas, Jean-Luc Marion y Gadamer, especialmente este último de quien fue discípulo y sobre el que escribió uno de los libros más influyentes, a saber, Introducción a Gadamer; todos ellos son filósofos creyentes, y es que es en la fe donde, según Grondin, se encuentra el sentido, como nos confirmará en las páginas finales del libro.
La segunda entrevista está dedicada a la hermenéutica y a la metafísica. Dice Grondin que la idea de la hermenéutica es que el lenguaje, la cultura, la historia y la mirada no son impedimentos, sino vías de acceso que nos ayudan a comprender las cosas; ya saben, pongamos un poquito de hermenéutica en nuestras insulsas vidas. También recurre al concepto de «ficción útil» de reminiscencias pascalianas —mejor creer algo que nos haga felices aunque sea falso— provocando la inquietud del lector: ¿es preferible vivir aferrado a un sentido falso o, mejor, vivir sin sentido? Igualmente se le escapa un comentario sorprendente que no argumenta y que deja perplejo al lector: «el humanismo es un «ismo» que se preocupa por el hombre (incluyendo por supuesto a la mujer, su parte más lograda)». Al leerlo dibujé una mueca; sobran los comentarios.
La tercera entrevista es la dedicada propiamente al sentido. Llama la atención el título del libro porque uno hubiera esperado un proustiano «a la busca del sentido» en vez de un aparentemente perezoso «a la escucha»; sin embargo escuchar es buscar, es actividad, no es un mero oír sino un energético actuar. De esta forma afirma Grondin que dejar de plantearse la pregunta del sentido es dejar de hacer filosofía. Prosigue con un lenguaje de tintes socráticos que es el único realmente válido para el arte de filosofar (sé que no sé, y sin duda es por ahí por donde hay que comenzar en ética. Por otra parte, lo importante no es tanto conocer el bien como hacerlo). También da alguna que otra bofetada dialéctica a Habermas: Considero que su enfoque procedimental de la ética tiene algo de tímido y de puritano que le impide en parte alcanzar su objetivo. Y se muestra amante de los animales afirmando algo que a los que nunca hemos tenido mascotas nos resulta enigmático:
Decir que un animal no comprende el sentido es no haber pasado nunca tiempo en su compañía. Su sentido del sentido está a veces infinitamente más desarrollado que el nuestro. No son los peores hermeneutas. (p. 104)
En la cuarta entrevista tratan ambos filósofos sobre el arte y la literatura. Por paradójico que parezca no es difícil encontrar filósofos que consideran que la literatura es un género menor en comparación con la filosofía, cuando, en gran medida, el arte es la forma de expresar aquello que no pueden alcanzar los sistemas filosóficos. Lean algunas perlas sobre la cierta relación entre filosofía y literatura:
¿Qué es lo que nos cautiva en ese juego de la obra de arte? Su respuesta breve [de Gadamer] es que se trata de una experiencia de conocimiento que nos abre los ojos. (p. 114). Según Gadamer, que cita a Rilke, toda obra de arte me dice en sustancia: «¡Tienes que cambiar de vida!». (p. 115). Hölderling decía que los filósofos eran «poetas frustrados». Es una definición algo malvada, pero es una forma de destacar que unos y otros tienen en común un mismo objetivo de sentido. (p. 121). Mientras la filosofía se sirva del lenguaje habrá poesía en ella. (p. 123)
La quinta y última entrevista es, quizá, la más conflictiva porque trata de la religión y es que Grondin es un filósofo creyente, algo que en nuestros días no se suele entender en Europa, como él mismo reconoce:
Desde hace algún tiempo, algunos profesionales de la filosofía dan muestras de un cierto puritanismo cuando se trata de religión: es un tema tabú, del que solo se puede hablar en tono despectivo y burlón. (p. 138)
Sin duda son exageradas sus palabras porque soslaya que también hay un tono despectivo y burlón por parte de los filósofos que incluyen a Dios en su sistema filosófico. En el fondo las luchas filosóficas no dejan de ser batallas de vanidades, arrogancias y duelos dialécticos que, en numerosas ocasiones, acaban en acusaciones ad hominem. «Mi Dios es mejor que tu no-Dios» reproduce las interesantes discusiones de siglos pasados tipo «mi Dios sin papa» es mejor que el tuyo «con él». Y así. Es por esto que no le falta razón cuando asegura que el ateísmo actual es un simple paripé que esconde verdaderas vocaciones sacerdotales:
El culto a lo humanitario (que sustituye a la caridad de las buenas obras), a los héroes y a las estrellas (que sustituyen a los santos) y a la justicia social (en espera de la ciudad de Dios), por no hablar de las búsqueda del sentido de la vida: todo esto forma parte de la experiencia religiosa. Ocurre lo mismo con el ateísmo, ya que la cuestión de Dios no deja indiferente a los ateos. Como decía Agustín, los que solo veneran las cosas temporales lo hacen porque esperan de ellas cierta beatitud (p. 140)
Y prosigue con:
Si bien la filosofía no tiene textos sagrados, posee textos fundadores que reinterpreta constantemente (…) cuando asisto a conferencias o leo textos de filósofos, a menudo tengo la sensación de asistir a homilías. La teología simplemente es más consciente de esto. (p. 143) ¿Tiene derecho la filosofía a mirar a la religión por encima del hombro como si fuera superior? (p. 150). «Sed fecundos y multiplicaos», ¡como una invitación a multiplicar las interpretaciones de la Escritura! (p. 157) La cuestión del principio entrópico y del diseño inteligente porque algunos preachers lo utilizan con gran ingenuidad, pero Leibniz veía en él la cima de la racionalidad (p. 161) Desconfío no solo de los ateos militantes, sino también de todos los que defienden causas con un fervor absolutos (p. 163). En cuanto al azar, realmente no me parece creíble. Se requiere una mala fe para creer en el azar (p. 165)
En definitiva se trata de una excelente lectura que reafirmará a los creyentes en su fe y a los ateos en la suya. Ambos deberían escucharse más y poner en práctica lo que Gadamer decía: el alma de la hermenéutica consiste en reconocer que tal vez es el otro el que tiene razón.
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