Quizá la vida podría definirse como el arte de viajar, tanto de forma interior como exterior. Entiendo que el verdadero viajero es el que lleva sus pasos por dentro, por lo que durante las temporadas de inmovilidad trato de descubrir tierras interiores ayudado por exigentes lecturas y frecuentando amigos inteligentes y bondadosos. Sin embargo, mi corteza cerebral me impele constantemente a emprender la marcha física más que la espiritual; es complicado seguir el mapa de la introspección y uno se pierde con facilidad pero consuela saber que el viajero-exterior descubre en sí mismo destellos de trascendencia inalcanzables para el viajero-interior.
En cualquier caso entiendo el viaje exterior como una propedéutica necesaria para la exploración interior. Y es que al peregrinar uno contempla en sí mismo mecanismos de plenitud espiritual promovidos por la estimulación mental que facilita el viaje.
Cambio de continente con la intención de estar de camino durante mucho tiempo, de saltar de país cuando crea que haya florecido mi modesto y efímero jardín, supeditado a los cambios en la dirección del viento, entregado a los caprichos de la intuición y sumiso a las veleidades de la fortuna. Me transformo en nómada sine die con la esperanza, quizá ingenua, de volver más sabio, mejor persona y con el camino allanado para que algún día pueda emprender el viaje interior, el verdaderamente importante.
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