El libro de texto está más vivo que nunca y lo seguirá estando durante mucho tiempo. Los profesores más innovadores suelen renegar de él, pero son una minoría en cualquier lugar del mundo. Además, no está tan claro que prescindir del libro implique que se vaya a educar mejor: hay profesores muy bien intencionados que deciden prescindir del libro con un resultado catastrófico para sus estudiantes.
Liberarse del libro de texto de forma eficaz requiere demasiado trabajo no remunerado e inasumible para la mayor parte de los docentes. Además, las tecnologías educativas no acaban de dar con una formula eficiente que supere al libro de texto: siguen copiando su modelo aunque con prescindibles adornos visuales y sonidos graciosos.
De momento, sobre tecnología educativa, me basta un cañón conectado a un ordenador con internet; además, durante el primer año de impartir una asignatura me resulta demasiado laborioso explicarla bien sin el respaldo de un libro de texto, sobre todo cuando estoy en el extranjero como en la actualidad.
En Estados Unidos también hay una gran dependencia de los libros de texto. Allí (aquí) son mucho más voluminosos que en España y suelen ser de tapa dura para que aguanten mejor los envites a los que les someten los alumnos. Son caros pero se prestan gratis a los estudiantes. Además son de excelente calidad. Los estudiantes no se los llevan a casa porque pesan demasiado.
A mí me sirven de guía para conocer el nuevo temario que debo impartir. También proyecto en la pantalla sus magníficas ilustraciones y gráficos que complemento con otras más actualizas de internet. Pero, lo más importante, si el libro impide o dificulta el diálogo entre los estudiantes y el aprendizaje en comunidad de investigación lo desterraré sin contemplaciones.
En cualquier caso, siempre he sentido aversión a enseñar con los libros de texto; hasta que no queda más remedio que recurrir a ellos. Eso sí: sin abusar.

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