No me acostumbro a ver civiles armados y no soporto a quienes presumen de poseer un arma. Hoy me visitó un arregla-ventanas; cuando trajinaba con los cristales se llevó la mano al bolsillo y exclamó, para hacer la gracia, «guess what I have!». Supuse que sacaría una simple herramienta pero respondí sonriendo, para seguirle el juego, «a gun!». Acerté sin pretenderlo.
Sacó un largo destornillador a la par que se levantaba orgulloso la camisa de entre los pantalones para mostrarme un revolver negro y brillante amarrado a su cintura junto al profundo ombligo de su oronda barriga. Mi cara debió palidecer lo que, supongo, alegró por dentro al sujeto, cuya mirada esbozaba el orgullo de saberse poseedor del máximo poder al que puede aspirar el ser humano: matar al prójimo.
La próxima vez que venga alguien a visitarme pondré un cartel en la puerta que invite a dejar el arma en la entrada, como si fuera un paraguas.
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