Dicen mis estudiantes que no estoy muy bien de la cabeza por ir al trabajo en bicicleta; este medio de transporte, como el ir andando, es inconcebible en Estados Unidos si no es en un parque para hacer deporte o si uno es tan pobre que no le quede más remedio; siempre verán la bicicleta al lado de alguien que pide ayuda en los semáforos. Pero a mí no me parece grave: estoy solo a nueve millas de mi instituto (en torno a quince kilómetros) y tardo una hora en llegar; si llueve me pongo un chubasquero y si hace frío me abrigo.
En realidad lo insano es no ir en bicicleta pudiendo ver, por ejemplo, espectaculares lunas mientras amanece o amenazantes, pero hermosas, iguanas en libertad tostándose al sol en mi camino de vuelta a casa. También es un placer percibir con intensidad los olores de las decenas de restaurantes que compiten entre sí para hacerse con los olfatos de los conductores; y los ríos con nenúfares; y los corredores mañaneros que siempre saludan amablemente; y los coloridos pájaros subtropicales posados en los cables o revoloteando por encima de uno; y los grupos de estudiantes riendo (o adormilados) mientras esperan que les recoja el autobús amarillo; y las espectaculares luces de la policía detrás de los conductores que, resignados, esperan la multa por haberse excedido una milla en el límite de velocidad; y los trabajadores de las gasolineras y de los talleres que parece que duermen en su centro de trabajo porque siempre están allí, en su silla, sonrientes, ajenos a que se les pasa la vida…
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