Tres veces por semana me toca vigilar en el pasillo durante veinticinco minutos a los estudiantes que entran y salen de clase para miccionar, ir a la oficina, al orientador o, lo más común, darse un paseo para tranquilizarse y hacer menos tediosas sus largas horas de instrucción. Esta labor policial es poco gratificante pero necesaria porque en mi centro estudian 3550 estudiantes, lo que entraña una gran dificultad organizativa.
Lo ideal sería organizarnos de forma anarquista y que cada miembro de la comunidad educativa se comportara de forma responsable en función del rol que le correspondiera, pero esta es una utopía en mi centro donde un buen número de estudiantes padece una situación económica y social lamentable que convierte a algunos en nihilistas y a otros en antisociales incompatibles con la autogestión responsable. Solo atacando con intensidad las bases que originan dichos comportamientos disfuncionales sería viable un centro educativo armonioso sin vigilantes, pero para ello hace falta voluntad política y financiación de las que se carece hoy en día.
De este modo, la norma que vela por la convivencia en el instituto nos obliga al profesorado encargado de la vigilancia a comprobar que los pases de pasillo son correctos y que no se organizan tertulias ni trifulcas en la puerta de los servicios ni hay besos de tornillo en lugares escondidos durante el horario de clase.
El problema surge cuando el alumno se niega a mostrar el pase o enseña uno falsificado. Ante esta coyuntura, si el alumno se deja, amablemente le acompaño a su clase e informo a su profesor; se soluciona el problema haciendo la vista gorda porque la toma de medidas punitivas suele empeorar la situación. Es así que los límites del consentimiento se alargan porque en la zona en que se encuentra mi instituto un alumno expulsado puede caer con facilidad en peligrosas redes delictivas, así que se prefiere la enfermedad al remedio.
Por otro lado, a pesar de la liviandad de la sanción, hay veces en que el alumno se niega a volver a la clase. De hecho en tres ocasiones la situación no ha sido precisamente agradable: me han insultado, se han reído de mí y han mostrado una agresividad contenida con la que había que tener mano izquierda porque mi integridad física peligraba: a pesar de que en el centro trabajan dos policías armados nada podría salvarme del primer envite del alumno embravecido.
Esta agresividad no hay que tomarla como una afrenta personal sino que es preciso entender los problemas psíquicos del alumno, la familia desestructurada de la que proviene y la miseria económica con la que tiene que salir adelante. Y es que en mi centro abundan alumnos muy pobres y con vivencias absolutamente penosas. Es con este tipo de estudiantes con mayores dificultades en los que yo encuentro el sentido como profesor en la educación pública. Es así que comparto completamente con Rafael Narbona su artículo «Los malos alumnos no existen, las malas escuelas sí«, y puedo asegurar que mi instituto es uno bueno; en todos los sentidos.
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