Hace unos días vivimos en el instituto un código rojo. A media mañana el equipo directivo transmitió por los altavoces un breve e inquietante «Código rojo, código rojo. No es un simulacro. Repito: código rojo». Después se hizo el silencio.
Inmediatamente dirigí a mis treinta estudiantes a la parte trasera de la clase y les pedí que se ocultaran en el suelo, bajo las mesas, tal y como exige el protocolo en este tipo de casos. Lo habíamos ensayado hace dos meses y se actuó con naturalidad a pesar del miedo que sentían algunos jóvenes.
Mientras estaban sentados y se comunicaban con sus familias inicié la construcción de una trinchera con sillas y mesas por si al intruso armado se le ocurriera entrar en mi clase. Eso no es parte del protocolo, pero ante el peligro el cerebro reacciona con este tipo de ideas que despertaron las risitas nerviosas de algunos estudiantes. En ese momento todavía no sabíamos que se trataba de un ladrón armado que probablemente se había escondido en el instituto huyendo de la policía.
La alerta roja duró cincuenta minutos interminables, y luego se mantuvo toda la jornada el código amarillo. Algunos alumnos temblaban, otros reían, creían que era mentira, jugaban con sus teléfonos móviles, chateaban con sus familiares, me informaban de rumores increíbles que corrían por la red… De hecho varios padres asustados se presentaron en el instituto para intentar, impotentes, llevarse a sus hijos.
Todo quedó en nada, pero en el país de la socialización del armamento es muy probable que en poco tiempo un energúmeno armado se adentre en un instituto y, esta vez sí, haya una desgracia. Lo triste es que sería una forma absurda de morir.
Les dejo con el Storify que ha realizado el usuario Gonzalo:
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