Ayer me vi envuelto en una pelea entre estudiantes a la salida del instituto. Como es habitual desde tiempos ancestrales, los luchadores dirimían violentamente sus diferencias acerca de la supuesta ofensa a una chica y la defensa de su honor. Los ánimos estaban muy caldeados y algún traumatismo craneal era inminente, así que, huyendo del quietismo mortal y de la envenenada inacción (María Zambrano dixit) y obligado por el deber profesional, intervine para calmar los ánimos a pesar de que en estos asuntos el profesor siempre tiene las de perder como, de hecho, así sucedió.
Me interpuse entre ambos, con inevitable temor a que golpearan mi cara, pero de nada sirvió para frenar sus insultos, chulerías, aspavientos y amenazas; sino más al contrario, mi presencia incentivó la beligerancia. Además, lejos de apaciguar los ánimos, la chica objeto de la disputa alentaba orgullosa la trifulca.
Unos minutos después dos policías armados consiguieron poner orden. La chica se derrumbó en un prolongado llanto y los dos atrabiliarios estudiantes fueron recuperando su nivel normal de testosterona y tomando conciencia del castigo que les espera la semana que viene.
Lo peor es que, mientras duró la pelea, un grupo de estudiantes curiosos nos rodearon y, en vez de ayudar a calmar los ánimos, se dedicaron a grabar nuestra escena con los teléfonos móviles. A estas horas creo que soy trending topic en la aplicación de moda de los jóvenes (Snapchat); y es que durante la pelea me vi obligado a mostrarme contundente, ante la ineficacia de mi buen talante, y dar unas cuantas voces («¡stop!, ¡stop!») a los dos contendientes. Como siempre, estas actuaciones descontextualizadas resultan ridículas, así que supongo que soy el hazmerreír de las familias de los dos mil seiscientos estudiantes de mi instituto. Ya tengo mi etiqueta: ahora soy el profesor del «¡stop!, ¡stop!».
Para mayor frustración, mientras trataba de salir del centro, sorteando los enormes charcos que acababa de dejar el tornado de hoy, los alumnos más desvergonzados me gritaban de lejos con la maldad del ignorante y con una sorna absurda «¡stop!, ¡stop!, jajaja»recordando las palabras que grité con vehemencia a los contendientes. Sus sonrisitas burlonas mientras miraban a sus móviles me parecían repugnantes y me dieron ganas de mentar a sus progenitores; supongo que los duelistas me habían contagiado parte de su agresividad, pero menos mal que puedo controlarla y que aprendí hace mucho tiempo que para sobrevivir en el sistema educativo nada de lo que ahí ocurra debe ser tomado de forma personal.
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