Cuando una mujer musulmana se quita el velo en público siente una sensación de pudor similar a la de un hombre occidental u occidentalizado al quitarse ropa íntima en la calle. Lustros de educación en esas vestimentas determinan los símbolos estéticos por los que avergonzarse, enorgullecerse o permanecer indiferentes.
El caso de la mascarilla es paralelo al del velo o los calzones. Al principio—cuando la ley obligó a cubrir las bocas— costaba ponérsela, les avergonzaba; sin embargo, tras seis meses de uso intensivo se interiorizó la costumbre logrando que el decoro cambiara de bando.
Hoy en día, cuando el gobierno permite que en los patios de recreo ya no se use la mascarilla porque, dicen, en exteriores el virus no se transmite, la mayoría de alumnas se resiste a quitársela. Se podría argumentar que siguen preocupadas por la salud pero uno empieza a sospechar que tiene más que ver con la estética y la vergüenza. El infierno son los otros, sobre todo si no media una mascarilla.
Los alumnos, por lo que observo, tienen menos tapujos, pero me preocupa lo que sucede con las alumnas. No permitamos que nuestras estudiantes sientan bochorno por mostrar su identidad facial, impidamos que usen el tapabocas con el único objetivo de encubrir espinillas o que lo utilicen, simplemente, para velar la ausencia de maquillaje. Sería un fracaso educativo que nuestras jóvenes convirtieran a la mascarilla en un nuevo símbolo de opresión.
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