Uno se olvida rápidamente de la ingente pobreza de República Dominicana cuando se escapa un par de días a alguna de las playas vírgenes que todavía sobreviven a la invasión de los «resorts» occidentales. Pasar de la amenaza del dengue y de las aguas fecales a la tranquilidad de una playa en estado puro es sólo cuestión de 200 km, barrera ésta inaccesible a la mayoría de los dominicanos.
«El rinconcito» es una playa que conoce poca gente. Allí las palmeras casi invaden las aguas y uno sólo corre el peligro de que le caiga un coco encima mientras toma el sol. Algún caballo se baña enfrente de vez en cuando y las olas brillan por su ausencia.
Viene bien romper el ritmo de trabajo, pero mi mente está con los que sufren, aunque suene pretencioso.
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