Sin duda alguna me siento identificado, obviamente salvando las abismales distancias, con Heródoto y Kapuscinski, ambos viajeros con vocación de describir lo que ven desde una perspectiva crítica. Es sobre todo el segundo quien me transmite el espíritu de la magia del viaje. Él no es un simple periodista, es un testigo de la Historia, un notario de la humanidad, un foco de observación crucial para entendernos a nosotros mismos un apasionado de la vida que la la hace sinónimo de viajar.
El último libro de Kapuscinski (Viajes con Heródoto, Anagrama, 2006) es una delicia que mezcla historia con presente de la mano del gran hitoriador Heródoto y de las intensas experiencias vividas por el autor en Irán, África, India, China, Europa…
Es el típico libro que hace a uno levantarse del sillón para emprender una aventura que enriquezca la vida más allá del dormir, comer, trabajar y volver a dormir. Ya saben ustedes «nunca han abundado las personas que durante años se dedicasen a recorrer el mundo de punta a punta por su propia voluntad, sin imposición alguna, con el único fin de conocerlo, estudiarlo y comprenderlo, para, luego, además, describirlo todo.» (p 291).
Lo mejor es que les deje con unas perlas:
Empecé a preguntarme cómo se las había apañado Heródoto con las lenguas durante sus viajes por el mundo. (p 30).
Por supuesto a mí, educado, etc., lo que más fácil me resultaba era cosérmelo yo mismo, pero entonces habría cometido un error garrafal, pues habría provado de la oportunidad de ganarse unas monedas a aquel que vivía de coser los botones de las camisas, que, por lo general, era padre de familia numerosa. (p 37).
La India fue mi primer encuentro con la otredad, un descubrimiento de un mundo nuevo. Aquel encuentro extraordinario y fascinante fue a la vez una gran lección de humilda. Sí, el mundo enseña humildad. (p 51).
Aquel mundo nuevo, para mí del todo desconocido antes, había empezado a succionarme, a hacerme girar su órbita, a subyugarme, a trastornarme y a dominarme. Enseguida se había apoderado de mí una gran fascinación y el deseo de conocerlo, de penetrarlo, de fundirme e identificarme con él. (p 85).
Elegir ser hinduísta, sinólogo, arabista o hebraísta significaba elegir una especialidad tan compleja y absorbente que ya no quedaba lugar y tiempo para nada más. (p 86).
El viaje no empieza cuando nos ponemos en ruta, ni acaba cuando alcanzamos el destino. En realidad empieza mucho antes y prácticamente no se acaba nunca porque la cinta de la memoria no deja de girar en nuestro interior por más tiempo que lleve nuestro cuerpo sin moverse de sitio. (p 94).
Si el mundo se rigiese por el sentido común, ¿habría nacido la historia? ¿Existiría? (p 109).
El inglés de negusi se reducía a tan sólo dos palabras:
problem
y
no problem
Pero con ellas nos comunicábamos en las peores situaciones. Esas dos palabra, más ese lenguaje extraverbal en que se convierte toda persona cuando la observamos atentamente y nos impregnamos de ella, bastaban para que no nos sintiérmaos perdidos ni extraños y pudiésemos viajar juntos. (p 209).
No humilles a la gente porque ésta vivirá con el ansia de vengar su humillación. (p 214).
El libro del griego, l igual que toda gran obra, hay que leerlo repetidas veces: cada nueva lectura desvelará entonces nuevas capas, contenidos distintos, no vistos antes, nuevos sentidos e imágenes (p 248).
A la hora de la verdad no se atan ni echan raíces profundas. Su empatía, aunque sincera, es superficial. La pregunta por el país que más les gusta de cuantos han conocido les causa cierto embarazo: no saben qué respodner. (p 302).
La mejor manera de viajar es hacerlo en solitario (p 305).
Vean a continuación una de las últimas entrevistas que se hiciera al escritor poco antes de morir. Me encanta cuando habla de «periodismo de reflexión»:
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