Me gusta irme a trabajar fuera de España a pesar de las dificultades que, ciertamente, entraña; viajar para ejercer la docencia y, sin ánimo de resultar presuntuoso, buscar la verdad, es una necesidad vital, una llamada del cerebro reptiliano que impulsa a captar el sentido dentro del sinsentido, la trascendencia en medio de la inmanencia, en definitiva: hallar el «yo» en el otro, en la otredad. Aunque estimo que estamos llamados a ello, no todos están dispuestos a dejarse llevar por ese «elan vital», y son muchos menos los que reúnen los requisitos, determinados por la suerte, para emprender la marcha.
A pesar del romanticismo del viaje largo, es necesario ser absolutamente precavido, cauteloso, cuidadoso, suspicaz, avisado y huidizo. ¿Me pregunta que cuál es el peligro del que debe uno cuidarse? Mire usted: no se deje absorber, deglutir, engullir, atrapar ni seducir por los encantos del país de destino. Si lo quieren entender vean la estupenda película de Isabel Coixet titulada Mapa de los sonidos de Tokio.
Los países atrapan al viajero como la resaca a los bañistas de la playa. Un día, sin saber ni cómo ni por qué, se ve completamente acorralado entre sus fronteras físicas y afectivas, materiales y espirituales, laborales y ociosas; la pereza, la dejadez y la inercia hacen el resto para dificultar la vuelta a los orígenes. Es por ello imperativo obsesionarse con volver a la patria para no perder la perspectiva, para no diluirse en la otra cultura que cambia la esencia de uno, para no ser raptado por el canto de sirenas de la nación en la que uno es calurosamente acogido. La maquinaria cultural de los países lava el cerebro así que es perentorio adentrarse en ellos como quien investiga una secta y temiera ser captado por ella.
Esta es la razón que me lleva a volver este curso a trabajar en España, en tierras ciudadrealeñas; no quiero perder la perspectiva, deseo reconstituirme, regenerarme, ser lo que soy, acercarme a mí mismo. Deseo que mi tierra me recoja como a un boomerang y que después me vuelva a lanzar con energías renovadas. Permítanme, de este modo, parafrasear a Kant: Trabajar en el extranjero sin compartir lo aprendido en la patria es ciego, y trabajar en la patria sin haberlo hecho fuera es (un poco más) vacío.
Además me gustaría insistir a mis alumnos del ámbito rural que fuera de la caverna (sin tono peyorativo en absoluto, solo pretendo aludir a la alegoría platónica) hay un mundo que les está esperando y que deben descubrir. Han de ser conscientes de que es un sacrilegio no contemplar la belleza que les espera lejos de sus límites existenciales, lo cual va mucho más allá de lo que puedan intuir a través de la televisión o en el viaje de fin de curso.
Mis estudiantes españoles no se levantarán cuando entre en el aula para mostrarme respeto, ni se dirigirán a mí con el «usted» al que me habían acostumbrado mis alumnos centroeuropeos, ni serán tan estudiosos como en otros países en los que he tenido la suerte de trabajar, pero a buen seguro que mostrarán sus emociones sin tapujos, me darán a conocer sus sentimientos sin represiones, desnudarán su alma sin pudor alguno. No está mal, pero ello me obliga a cambiar la forma de enseñarles; un año más me esforzaré por llevarles a la meta aunque sea por un camino más tortuoso y con enlentecedoras casillas emocionales.
Mientras tanto se preparará el nuevo salto, se pulirá el boomerang y se irán izando nuevamente las velas para estar listos por si soplaran nuevos vientos que nos arrastren allí donde la existencia siente existir.
Deja una respuesta