Hace ya algún tiempo me encontré, al entrar en una de mis clases manchegas, con un preservativo encima de la mesa del profesor; se trataba de un envoltorio semiabierto del que sobresalía un arrugado condón empapado de pegajoso lubricante. Fue en un curso de «Ética» de cuarto de Educación Secundaria en el que intentaban convivir alumnos muy brillantes con otros más mediocres, así como bellísimas personas entremezcladas con espíritus menos bondadosos; la mayoría de ellos era buena gente de la que guardo un gratísimo recuerdo.
Al verlo salí de clase sin decir palabra para informar al equipo directivo; uno de ellos acudió al aula y yo me quedé trabajando en el departamento. Tras la reprimenda nadie se autoinculpó ni acusaron a ningún compañero. Ese día no hubo clase de «Ética» en dicho grupo. Reconozco que mi táctica quizá no fue la más apropiada y que los inspectores que no dan clase desde hace décadas me afearían la conducta, pero la decisión hay que tomarla en cuestión de segundos y toda mi experiencia profesional y lecturas conjuraron desde mi subconsciente para adoptar la táctica de delegar en otros para que tomen la medida disciplinaria pertinente. Evadí enfrentarme al problema, lo cual, en este contexto, es una forma razonable de afrontarlo.
La mañana siguiente el «bromista» se acercó a mí para pedirme disculpas. Sus compañeros habían hablado con él para que reconociera su afrenta. Me llenaron de orgullo por su actitud cívica: no señalaron con el dedo acusador pero hicieron entrar en razón al joven díscolo. Contaban con una «inteligencia ética» natural, innata. Le perdoné concediéndole el beneficio de la causalidad; a partir de entonces controló bastante mejor sus impulsos irracionales.
Me he acordado de esta bochornosa anécdota al ver hoy (vía) el documental de hace treinta años del director iraní Abbas Kiarostami «Forma primera, forma segunda» («Ghazieh shekle aval shekle dovvom«). En él se plantea a diversos intelectuales que juzguen la actitud de los alumnos en el siguiente contexto: Un estudiante hace ruido cada vez que el docente escribe en la pizarra; éste, tras intentar la táctica de «hacerse-el-sordo», decide expulsar de la clase a todos los estudiantes de la última fila porque ninguno quería decir quién era el autor de las molestias.
A partir de aquí se presentan dos situaciones alternativas: la primera en la que uno de los alumnos expulsados entra de nuevo en clase acusando a un compañero y la segunda en la que todos aguantan varios días expulsados sin acusar a nadie. Surge, por tanto, un dilema moral: ¿Cuál de estas dos actitudes es éticamente correcta, acusar o callar?
Los distintos entrevistados comentan, entre otras cosas, que el acusador acabará siendo la personalidad preferida en los sistemas totalitarios, otros que actuar en grupo sin fisuras es el principio de la democracia, hay quien afirma también que el chico ruidoso tiene buenas razones para molestar porque es una vergüenza que el profesor se dedique a hacer un dibujo durante la clase aburriendo a los discentes («¡que lo prepare antes!», exclama), otros proponen una solución dialogada con el «bromista» (que es por la que optaron mis alumnos, siguiendo las indicaciones aristotélicas que les había explicado con anterioridad -«en el medio está la virtud»- y las habermasianas éticas dialógicas -que más bien intuyeron porque nadie les habló del filósofo alemán-).
Por otra parte, los hay también que dicen que en un contexto político es bueno no acusar, pero que en el centro educativo es perentorio señalar a quien no deja aprender.
Aunque el documental está en persa, en la parte inicial, que es la más interesante, no hay palabras, por lo que pueden juzgar ustedes mismos. ¿Qué harían ustedes ante una situación «profiláctica» o de «ruiditos»?
Ghazieh shekle aval shekle dovvom from Green Mind on Vimeo.
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