El nuevo libro de Fernando Savater (La vida eterna, Ariel, Madrid, 2007) es similar al Tratado de ateología de Michel Onfray pero sin esa fuerza expresiva que invita a menospreciar y mirar por encima del hombro al creyente y a convertirse en apostol del «sindios»; de «ateísmo saludable» lo tildan algunos. Savater hace apología del estado laico, de las maldades que ha traído al mundo la idea de Dios y nos invita a mirar con pena y condescendencia a los que no tienen más remedio que agarrarse a la idea divina para sobrellevar el duro existir. Sobran algunas digresiones (vg. p. 59) que constituyen el relleno para cumplir con el número de paginas pactadas en el contrato editorial de lo que claramente es un libro de encargo.
Es una obra plagada de citas de filósofos de todos los tiempos, carente de ideas originales y de sistema; es decir, Savater vuelve a lo de siempre: la divulgación filosófica. Como libro para estudiantes de bachillerato, que están en plena etapa de configuración de sus valores como ciudadanos, es altamente recomendable por su actitud beligerante y provocadora; también para frailes rebotados y novicias recién consagradas que aún no han sido engullidos completamente por la idea de lo absoluto. Para los que gocen de una fe sólida esta obra les resultará otro más de los panfletillos inofensivos que «manda Dios» para poner a prueba sus convicciones.
El libro se resume con la siguiente frase: «No sólo no es cierto que la religión sea un buen refuerzo de la ética, sino que la verdad es más bien lo contrario» (p 191). Además cita en numerosas ocasiones a dos de mis debilidades: Richard Dawkins y Daniel Dennett. Insultos a los nacionalistas y a los que creen en la alianza entre civilizaciones («beatos indocumentados» p 139) pueblan también este panfleto antiteológico.
Les dejo, como siempre, con algunas perlas:
La mayoría de los charlatanes que conozco lo son por vocación, por ganas de presumir o por afanes monetarios. Es preciso distinguir bien al charlatán del embustero. (p 23).
Sin duda Hamlet o Don Quijote son «reales y verdaderos» en cierto sentido, o sea que cuentan para nosotros, para nuestra reflexión sobre la vida y para nuestra autocomprensión como humanos. A este respecto, es probable que tengan más importancia para nosotros que muchas personas de acrne y hueso que conocemos… pero aún así no les confundiremos nunca con ellas. (p 30).
Decía La Rochefoucauld que nadie se enamoraría si no hubiese oído hablar del amor y yo opino que nadie tendría experiencias religiosas si previamente no conociera que hay una religión que reclama fe y adhesión. (p 39).
De ahí la genialidad de la idea cristiana de promover un Dios o una persona divina que se hizo hombre, mortal y torturado, a fin de que nos pudiésemos enamorar de él. (p 51) .
En lo inconsciente todos nosotros estamos convencidos de nuestra inmortalidad. (p 52).
Hay toda una literatura terrible sobre la repugnancia y el repudio moral que inspiran los viejos y las viejas que cometen el atrevimiento de no renunciar a gustar. (p 55).
Atribuir designio voluntario al rayo y al trueno, a las enfermedades, a las inundaciones e incluso al universo entero no es en principio una estrategia estúpidamente supersticiosa, sino una prudente precaución… (p 78).
Algunos semienterados (que son peores que los ignorantes con dedicación exclusiva) oponen el término «aconfesional» que es el que figura en la Constitución, como algo distinto a «laico» y casi opuesto a esa postura impía (…). La simple realidad es que la aconfesionalidad representa algo perfectamente equivalente a la laicidad (…) es decir, neutralidad del Estado abte las diversas confesiones religiosas. (p 147).
La situación democráticamente inadmisible llega a su colmo en países como España, donde el Gobierno -socialista para mayor deshonra- admite la instrucción religiosa a modo de asignatura puntuable e impartida por profesores elegidos y cesados (frecuentemente a causa de supuestas razones morales: divorcio, etc.) por el obispado… aunque estén pagados por el erario público. (p 153) (…) No necesitamos escuelas para formar creyentes: florecen casi espontáneamente y siempre habrá más de los que quisiera la cordura (p 154).
En su estremecedor libro El trauma alemán cuenta la peridista Gitta Sereny la confesión que le hizo uno de los «judíos trabajadores» del campo de exterminio de Treblinka, prisioneros conservados con vida por los nazis para encargarse de recoger y empaquetar antes de su envío a Alemania las posesiones de los otros miles de judíos que llegaban al matadero y eran inmediatamente gaseados. Hacia finales de la guerra, dejaron de llegar trenes cargados de víctimas de que hacerse cargo («ropas, relojes, instrumentos de cocina, mantelerías e incluso la comida») ya no había razón para permitirles seguir con vida y por tanto llegó su turno. Entonces… «Un día, hacia finales de marzo, cuando su estado anímico había tocado fondo, Kurt Franz, el subcomandante del campo, se presentó en el barracón con la sonrisa amplia en la cara: «A partir de mañana,volverán a llegarlos transportes». «Sabe usted cuál fue nuestra reacción?» -inquirió Richard de forma retórica-. Empezamos gritar: ¡viva, hurra! (p 169).
La mayor parte de las matanzas en el mundo -ya sean en Irlanda, Kosovo, Israel, Palestina, Cachemira, Sri Lanka, Indonesia, las Filipinas, el Tíbet.-son consecuencia del desacuerdo religioso. No hay personas más peligrosas sobre la tierra que las que creen que están ejerciendo la voluntad del Todopoderoso. (p 192) .
Es la certidumbre de la muerte la que nos hace pensar y nos convierte en filósofos. (p 194).
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