Un profesor de filosofía ejerce mejor su papel si recomienda como lectura a lo largo del curso un libro concreto y distinto a cada alumno según sean sus intereses particulares, carácter psicológico, biografía, problemas personales, etc. Debe proponer, por tanto, tantos libros como alumnos tenga. Quizá sea contraproducente obligar a todos la lectura de la misma obra, excepto si el objetivo es organizar un debate literario entre la comunidad de investigación del aula o se pretenda una conversación grupal con el escritor.
Según este punto de vista didáctico (proponer un libro distinto a cada alumno) diría que El testamento de Óscar Botxí (Pere Morera, Innovalibros, 2011) no es recomendable para todos los alumnos del cuarto curso de Educación Secundaria en la asignatura de Educación-Ético-Cívica, pero sí lo es para un prototipo de estudiante, varón, que curso tras curso nos acompaña en clase de Ética: el alumno rebelde-bonachón.
El alumno rebelde bonachón es aquel que cuestiona los temas planteados en clase desde una gran ingenuidad de la que no se avergüenza porque, por ser tan joven y poco leído, no es consciente de ella; que se atreve porque desconoce mucho (la osadía del ignorante en clase no es defecto, sino más bien virtud), y cuestiona intuitivamente al sistema desde la más exquisita educación pero con una carencia conceptual que provoca la irritación de sus compañeros mayoritariamente mejor preparados.
Del libro emana un lenguaje claro, clarísimo, con un vocabulario sencillo y unos diálogos fáciles que entienden perfectamente los adolescentes menos despiertos. El propio autor lo avisa «Este libro lo he intentado escribir de forma sencilla y amena, sin tecnicismos ni referencias para que pueda ser entendido por todo el mundo» (p. 5). Sin duda a los adultos les rechinarán los dientes cuando lean algunas de las páginas -como les rechinan al escuchar en vivo las conversaciones de algunos adolescentes-; su exceso de ingenuidad -buscada por el autor- y un análisis muy superficial de la realidad política son defectos para el lector adulto pero virtudes para determinado tipo de adolescente que, incluso, podría verse atrapado gracias al libro por la necesidad de profundizar en el concepto de democracia directa y, por ende, de la filosofía política.
Hay una grave objeción que hago al autor por confundir sionismo con judaísmo (p. 97), aunque el error sin duda sirve de base a partir de la cual el alumno puede investigar sobre el problema israelo-palestino. Tampoco me gustan algunos diálogos por calcar la forma descuidada y coprolálica con la que hablan entre sí bastantes adolescentes, así como algunas conversaciones «verdes» (p. 36) que quizá incomoden a algunos padres que lean junto a sus hijos. Pero tratándose de un libro para jóvenes es, sin duda, una buena forma de engancharles a la lectura: brevedad, lenguaje fácil e introducción de algunos conceptos de filosofía política que pueden despertar en ellos la necesidad de seguir buscando.
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