En todos los países en los que he vivido he expuesto mis opiniones personales con cautela porque suelen ocasionar enemistades, odios e inquinas. El extranjero no tiene derecho a opinar sobre los modos de los aborígenes porque se ve enseguida expuesto a la animadversión y al desprecio. Lo recomendable, para evitar problemas, es decir sonriendo que el país es muy bonito y alimentar la vanidad nacionalista.
Es así que hoy pedí que me explicaran por qué hay tanta facilidad en Estados Unidos para comprar armamento y me dieron las tópicas respuestas sobre el «derecho a defenderse», que «la policía siempre llega tarde cuando se comete un crimen», que «los inmigrantes son muy violentos y hay que protegerse de ellos», aludiendo continuamente a lo «estupenda que es la Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos» (¡aprobada en 1791, cuando las fuerzas de seguridad del Estado eran muy distintas a las actuales!), y demás morralla por el estilo.
Contesté que esos argumentos no eran suficientemente convincentes —dejando para otro momento su microrracismo latente— y aludí a las socorridas razones sobre lo peligroso que es poseer un arma cuando alguien sufre un trastorno mental transitorio, una intoxicación etílica, un accidente de tráfico o un ataque de celos frente a la pareja infiel.
Esperaba una réplica inteligente que profundizara en la interesante discusión, pero mi interlocutor me respondió enervado con un argumento incontestable: «si no te gusta este país ¡lárgate!». Digo incontestable porque me fui y le he retirado el saludo. Hay que alejarse de sujetos así porque la irracionalidad es un trastorno incurable que se contagia.
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