La historia de la filosofía medieval está marcada, en gran medida, por el encuentro entre el legado filosófico griego y la teología cristiana. Este proceso de asimilación tuvo lugar de manera progresiva y con matices muy distintos a lo largo de varios siglos. Al centro de esa asimilación se halla el problema de la relación entre fe y razón, un asunto que ocupó a pensadores como San Agustín, Boecio, Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino y muchos otros, quienes debieron encontrar un equilibrio —o al menos una forma de articular— la revelación cristiana con el pensamiento filosófico heredado de Platón, Aristóteles y la tradición helenística.
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Primeros encuentros: la herencia platónica y la patrística
En los primeros siglos del cristianismo, el platonismo —en especial en su vertiente neoplatónica— ejerció una gran influencia en la formación de la patrística (los Padres de la Iglesia). Figuras como San Agustín de Hipona (354-430) se inspiraron mucho en Platón —a través de Plotino— para elaborar una filosofía que buscara reconciliar la doctrina cristiana con una visión filosófica sólida. San Agustín admitía que la razón humana, iluminada por la gracia divina, podía ascender hasta ciertos grados de comprensión sobre la realidad y Dios. Sin embargo, también sostenía que la fe en la revelación cristiana era fundamental: la razón debía ser guiada por la fe, pero a la vez la fe exigía ser comprendida y profundizada por la razón.
En esta etapa temprana, la pregunta por el lugar de la razón frente a la fe se resolvía frecuentemente a favor de la preeminencia de la fe: conocer la verdad requiere creer primero en lo que Dios revela, y solo después la razón puede esforzarse por entenderlo (“credo ut intelligam”, “creo para entender”). El pensamiento griego, particularmente el platonismo, sirvió de vía para expresar doctrinas cristianas como la existencia de un mundo inteligible —Dios y las ideas divinas—, la inmortalidad del alma o la primacía del bien.
La recuperación de Aristóteles y la escolástica
Con el paso de los siglos, y especialmente a partir del siglo XII, Europa entró en contacto con la obra de Aristóteles a través de traducciones que llegaban en buena parte del mundo árabe, donde filósofos como Avicena e Averroes habían comentado y desarrollado la filosofía aristotélica. Esta recuperación revolucionó el panorama intelectual de la cristiandad. En las universidades medievales, se generó un sistema de estudio —la escolástica— cuyo objetivo era, por un lado, comprender y enseñar la revelación cristiana y, por otro, incorporar la metodología y la lógica aristotélica en la investigación teológica.
La figura culminante de este proceso fue Santo Tomás de Aquino (1225-1274). En su monumental obra, Tomás buscó conciliar la metafísica aristotélica con la teología cristiana, sosteniendo que razón y fe, lejos de contradecirse, estaban destinadas a cooperar. Para él, la verdad es una sola, y no podía haber un choque insalvable entre las verdades de la fe y las verdades de la razón. La revelación aporta verdades de orden sobrenatural (por ejemplo, el misterio trinitario) que la razón no puede alcanzar por sí sola, pero que no las contradice. Al mismo tiempo, las conclusiones que la razón obtiene al investigar el mundo creado (por ejemplo, las “Cinco Vías” para demostrar la existencia de Dios) ofrecen un fundamento filosófico que complementa la doctrina revelada.
Sin embargo, este programa de armonización no estuvo exento de tensiones. Algunos consideraban que llevar la filosofía al extremo podía diluir la fe o subordinarla. Por otro lado, estaban quienes defendían que la razón tenía un campo autónomo —incluso radicalmente— que no siempre debía someterse a las premisas teológicas. La condena de 1277, impulsada por el obispo Tempier en París, señaló que ciertos desarrollos aristotélicos y averroístas podían ser peligrosos para la ortodoxia cristiana, lo que demuestra cuán delicado era el equilibrio que la escolástica intentaba mantener.
Perspectivas sobre la relación entre fe y razón en la Edad Media
Durante la Edad Media, por tanto, emergieron varias posturas sobre la manera de integrar la filosofía griega (platónica y aristotélica) con la teología cristiana:
- Agustinismo. Con fuerte impronta platónica, defendía la primacía de la fe y veía en la razón un instrumento iluminado por la gracia.
- Aristotelismo moderado (Tomás de Aquino). Intentaba trazar una línea clara entre las verdades accesibles a la luz natural de la razón y las verdades reveladas, proponiendo una armonía en la cual la razón, si bien limitada, puede llegar a Dios y sus atributos; lo que rebase esa capacidad es acogido por la fe, sin contradicción.
- Averroísmo latino. En la Europa cristiana, algunos pensadores (por ejemplo, Siger de Brabante) defendieron cierta doble verdad: una tesis podía ser verdadera en filosofía y falsa en teología, o viceversa. Esta visión fue combatida por la Iglesia y por la gran mayoría de los teólogos escolásticos.
Balance histórico: el “matrimonio” de fe y razón
El resultado de la asimilación de la filosofía griega por la teología medieval dejó una herencia duradera en la cultura occidental:
- Noción de racionalidad teológica. Afirmó que la fe no se opone al uso de la razón, sino que la eleva y orienta.
- Desarrollo de la lógica y la metafísica. El contacto con Aristóteles impulsó la lógica escolástica y una rica metafísica del ser que influyó en la formación de las universidades europeas.
- Consolidación de la escolástica. Ese “método escolástico” (disputa, argumentación, distinción de tipos de conocimiento) marcó la forma de hacer teología y filosofía hasta el Renacimiento.
El problema de la relación entre fe y razón nunca quedó completamente zanjado; más bien, se mantuvo como un desafío que la filosofía cristiana y posteriormente la filosofía moderna siguieron enfrentando. No obstante, la labor de pensadores medievales logró articular la idea de que, pese a que la fe abarca misterios que la sola razón no puede agotar, la razón y la filosofía griega constituyen un valioso instrumento para profundizar, explicar y defender las verdades reveladas.
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