Los mercadillos callejeros de Puerto Príncipe están llenos de jolgorio y de miradas que se fijan sin pudor alguno en el hombre blanco. Esas miradas no se sabe si son desafiantes, por el rencor que deben tener a los extranjeros que han abusado de ellos a lo largo de la historia, o temerosas, por el respeto que les supone el cuantioso dinero que creen que poseen todos los blancos.
La pequeñez de sus frutas y el aspecto insalubre de lo que parece carne ahuyentan al extranjero a adquirir productos alimenticios. El sabor, que no debe ser muy agradable, es lo de menos; se trata de no ser víctima de una infección estomacal.
Como siempre, en los países no desarrollados nos quedará como último recurso de supervivencia la coca-cola, un buen remedio contra la deshidratación y la falta de azúcar en los países pobres.
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