Hay alumnos que no quieren seguir viviendo. Algunos se suicidan (33 menores de edad acabaron con sus vidas en España en 2006, según el Instituto Nacional de Estadística) y otros echan arrojo a la existencia y siguen adelante a pesar de su escaso tono vital.
¿De dónde nace el deseo de morir siendo tan joven? ¿Qué hacer con los que quieren dejar de existir? ¿Se les ayuda? ¿Por qué se quedan sin la sustancia que nos hace tirar adelante, según Schopenhauer?
Victoria Camps reflexiona en La voluntad de vivir (Ariel) sobre el deseo de continuar existiendo de las personas y la responsabilidad ética que tiene la sociedad al respecto. Aunque se centra en los enfermos terminales que desean acelerar la muerte (eutanasia), su recorrido por las distintas teorías éticas y reflexiones sobre la dignidad humana son aplicables a cualquier suicida, a aquel que sufre un dolor insoportable (sea físico o mental) y desea terminar con todo.
Si las unidades de cuidados paliativos de los hospitales deben contar con médicos expertos en ética, los institutos de educación secundaria deben tener profesores especialistas en autoestima, que detecten a los alumnos depresivos (que son bastantes) y que sepan devolver las ganas de vivir a aquellos adolescentes incapaces de encontrar la razón de su existir.
Les dejo con las perlas:
Si en lugar de pensar en la corrección o incorrección de la eutanasia en general, atendemos al caso concreto de Ramón Sampedro, a sus circunstancias particulares -estado parapléjico, incapacidad de encontrarle sentido a la vida, lucidez racional, voluntad explícita y reiterada de acabar con su vida, entorno social y familiar, etc.- nos daremos cuenta de que estamos ante una situación más compleja que la que expresa la pregunta abstracta sobre la validez moral de ayudar a morir a un paciente que lo solicita (p 37).
Los cuatro principios de la bioética son no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia. (p 42).
Lo que motiva el comportamiento moral son las llamadas «emociones sociales» (…) (culpa, vergüenza y orgullo). (p 50).
Es cierto que, tras la segunda guerra mundial, se produce un hecho de importancia radical: la declaración universal de derechos humanos. Con ella se pretende luchar contra el escepticismo y el desaliento reinantes introduciendo un atisbo de esperanza: el reconocimiento de unos derechos que igualan a todos los seres humanos en dignidad y que deben ser asumidos por todos los estados del mundo. El problema, sin embargo, es que entre la teoría de los derechos humanos y su práctica encontramos, de nuevo, una distancia decepcionante: esos derechos proclamados como universales en 1948, sólo débilmente están siendo reconocidos y garantizados por los estados de derecho que, además, no son todos los del mundo. (p 65).
El «todo vale» es, por definición, la negación de la ética. (p 67).
Hoy entendemos la libertad como el derecho a que nos dejen solos. (p 113)
¿Qué estamos consiguiendo con la firma del consentimiento y la información que lo precede: respetar la autonomía del paciente, o asegurar la impunidad jurídica del médico? (p 117).
Los reparos a la ilegalización del aborto y la eutanasia no sólo proceden de ideologías y doctrinas religiosas, sino de la desconfianza con respecto a que sepamos utilizar responsablemente la autonomía para abortar o decidir morir. (p 123).
Creciente juridificación de los conflictos sociales: la ética ha sido absorvida por el derecho, los individuos no se esfuerzasn por auna sus voluntades o sus puntos de vista discrepantes, sino que esperan que alguien o algo les indique quién tiene razón y debe salir triunfante en la disputa. (p 126).
Cuando hay una falta radical de valores compartidos, se estimula la aniquilación, pues no hay motivos que inciten a superar las dificultades y las tragedias. A ese estado de desconcierto, Durkheim lo llamó «anomia», cuando las normas, aunque tengan validez, han dejado de ser vigentes. (p 128).
La lógica relacional que organiza la vida de los hombres es más fría y distante que la de las mujeres que se orientan menos por normas o leyes expresas y más por las necesidades de quienes están cerca de ellas o a su cargo. (p 156).
Las peculiaridades de la familia española, o mediterránea, dispuesta a ejercer funciones que, en otros lugares, realiza el estado, hacen que recaiga sobre las mujeres una tarea que no tiene por qué cargar sólo sobre ella, impidiéndole, entre otras cosas, conciliar la vida familiar con la vida laboral y desarrollarse con más libetad y más capacidades. (p 162).
Salvar la vida de un paciente es un principio ético de la medicina -el principio de beneficiencia-, pero un médico que lo convierte en un principio a ultranza, sean cuales sean las circunstancias que rodean a la vida del paciente, es, sencillamente, un fanático o un fundamentalista. (p 175).
Las palabras se vuelven malditas y la única forma de conjurar la maldición es dejar de utilizarlas. (p 217).
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Revista de desarrollo sustentable.
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