Recuerdo como si fueran tiempos «prehistóricos» los paseos del departamento a la clase y viceversa que me tenía que «pegar» con mi ordenador portatil, el proyector y el maletín en ristre por los pasillos de los institutos de la provincia de Ciudad Real, en España, ante la mirada curiosa de alumnos y profesores. -¡Ya vas, Rafael! ¡Pareces un comercial! -me decían algunos compañeros. Supongo que transmitía una imagen pintoresca.
Sin embargo aquí, como antaño en Estados Unidos, me he encontrado con que en numerosas aulas puedo hacer uso de la pizarra digital, es decir, de un ordenador conectado a un proyector instalado en el techo. Además, en una de estas clases la pizarra también es táctil. Tengo que reconocer que con estos «cacharros» disfruto más de mi trabajo porque me parece más eficiente y creo que a los estudiantes se les hace más amena la tarea de aprender.
Por muchos tecnófobos que se opongan a estas herramientas, las nuevas tecnologías educativas suponen un cambio de paradigma, a mejor, en la forma de entender la educación. Eso no significa (porque vaticino las típicas críticas cuando se habla de este asunto) que la tecnología sea un fin en sí mismo, sino un medio, junto a otros, para que los alumnos alcancen los objetivos.
Sin embargo surge el siguiente dilema: en España los profesores de educación secundaria cobran, en términos comparativos con el resto de profesiones, un buen salario, lo que es compensado por unos centros educativos que podrían estar mejor dotados si se repartiera el dinero de la educación de otra forma; en Chequia es al revés, así que no es de extrañar que ninguno de mis alumnos quiera ser profesor.
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