No puedo evitar sentir cierta «envidia lingüística» cada vez que entro en alguna de las magníficas librerías de Brno y observar que junto a los libros en checo, maravillosamente editados, se encuentra un sinfín de obras en inglés. Los libros en español se suelen situar apartados en un pequeño y escondido rincón donde colocan las obras completas de Arturo Pérez Reverte en edición de bolsillo junto a desconocidos libros cubanos y alguna que otra mala traducción de El buen soldado Svejk. En total se hallarán, si hay suerte, unos veinte ejemplares en castellano.
Queda mucho por hacer con la lengua española en el mundo; su futuro sigue estando en entredicho por más que los funcionarios del Ministerio de Cultura se empeñen en mostrarse optimistas. Los países hispanoamericanos poco hacen por promover nuestro idioma común porque su prioridad es resolver el problema de la pobreza que les aflige; lo poco que promueven es debido a que se ven forzados a emigrar pero, hay que reconocerlo, muchos jóvenes de segunda generación se avergüenzan incomprensiblemente de su origen suramericano deseando aprender la lengua del país de destino cuanto antes para olvidar, si es que llegaron a aprenderla, la suya materna.
Del mismo modo, España tampoco puede apostar firmemente por el español en el planeta porque, soslayando la falta de iniciativas empresariales, sospecho que a algunas comunidades autónomas no les agrade que, con los impuestos de todos, se divulgue una sola lengua habiendo otras cooficiales en el Estado.
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