Viaje al norte de España con mis alumnos checos 9/10. Jaca-Lyon


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Hoy jueves once de junio emprendemos la vuelta hacia Brno.  Los más de dos mil kilómetros que nos separan los recorreremos en dos jornadas. Tras 852 kilómetros, descansamos en Lyon para retomar el último tramo mañana viernes.

La noche la pasamos en el albergue «Escuelas Pías» de Jaca. Algunas alumnas flirtearon desde sus ventanas con adolescentes españoles que las adulaban a voces desde la planta de abajo. Se limitaron a intercambiar sus direcciones electrónicas para «practicar español». A veces oía deambular sigilosamente por los pasillos a altas horas de la madrugada pero me hago el longui. Yo también fui joven.

El autobús de dos plantas

Cada tres horas paramos en alguna gasolinera que los estudiantes aprovechan para comprar bocadillos de cinco euros y bolsas de patatas fritas de tres. Los precios son desorbitados comparados con los de Chequia pero a los pobres no les queda otro remedio. Luboj, el simpático y amable conductor, lleva salchichas en el frigorífico y las ofrece y cocina para los alumnos; por solo 35 coronas pueden saciar  el hambre a un precio razonable. A los profesores nos las regala, así como el café y los refrescos.

De vez en cuando bajan a charlar conmigo algunas alumnas. Me cuentan sus preocupaciones, sus planes de futuro, me hablan sobre sus novietes, los lugares que más les han gustado… Al parecer la plaza de toros de Pamplona, el museo Guggemheim y la ciudadela de Jaca son los sitios que más disfrutaron. También me preguntan, muy educadas, sobre mi vida privada.

El aire acondicionado está estropeado y el calor nos adormece o nos malhumora. Pero aguantamos. El peor problema es el pestilente olor del servicio que en un par de ocasiones me indujo arcadas. Cada vez que alguien entra o sale el hedor inunda la planta baja obligando a apretarnos las narices y cerrar la boca durante varios minutos. Tras cinco usos, el agua que sale de la cisterna se torna color amarillo y el aire que entra violento en la letrina esparce sin piedad la pestilencia.

Las gentes quedan asombradas allá por donde pasamos y miran sorprendidos nuestro espectacular autobús de dos plantas. Los niños nos señalan con el dedo, las quinceañeras saludan a mis rubios alumnos, los adultos aparcan sus preocupaciones durante un instante para contemplarnos y los ancianos especulan sobre quiénes seremos mientras parece leerse en sus labios un «¡vaya inventos!».

Llegamos agotados a Lyon. Descargamos las 45 maletas, me ducho, y caigo rendido en la cama. Ni la estrechez ni el ruido de los aviones que descienden con decisión y fiereza hacia el aeropuerto de Saint Exupery podrán impedir que concilie un sueño reparador. Buenas noches.

Entrando en el autobús

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