Nasrin Farzamnia, la excepcional autora de Aún no saben mirar (Siruela, 2010) dijo en una reciente entrevista que su obra no trata de Irán, afirmación inverosímil, debida, probablemente, al instinto de supervivencia de quien desarrolla su existencia en tierras persas. Si quieren entender el porqué de su cautela, más allá de irracionales miedos infundados por los manipuladores medios de comunicación occidentales, les recomiendo encarecidamente que lean la soberbia novela de Shahriar Mandanipour titulada Una historia iraní de amor y censura (Lumen, 2010) donde se explica cómo escribir una novela en Irán que obtenga los parabienes de los censores sin caer en el servilismo ni hacer añicos el amor propio. Si además desean, amén de disfrutar del estilo literario de Farzamnia, adentrarse en niveles profundos de significado, lean La persecución y el arte de escribir de Leo Strauss, cuya lectura les convertirá en lectores-cómplices-de-la-autora. Aún no saben mirar es una especie de destilación en 150 páginas de ambas obras y de toda la fuerza creativa iraní, acumulada y perfilada desde el sufrimiento y la rabia, que debe enfrentarse a los minuciosos y abnegados censores del Ministerio de Cultura y Orientación Islámica. Conocí a uno de ellos cuando trabajé en Teherán y, a pesar de lo turbio de su concepto, son seres afables, sonrientes, aduladores y paternalistas; eso, sin duda, es un peligro para los no avisados porque uno nunca sabe qué intenciones esconden su amabilidad y consejos estilísticos. Los censores son la punta de lanza que impide que el pueblo iranio lea textos más allá de lo religioso, sin tachones de rotuladores indelebles y sin hojas cuidadosamente recortadas. Cualquier frase podría interpretarse como una afrenta occidental al rigorismo de los altos estamentos religiosos, lo cual es punible y obliga a andarse con cuidado.
Farzamnia no cruza la línea roja de los temas prohibidos en Irán, al menos en el nivel de profundidad lectora que alcanzo, y aún así ninguna editorial iraní quiso publicar su novela. Bien es cierto que una sencilla hermenéutica del texto nos planta de bruces frente a una desfogada crítica a los valores de los sistemas totalitarios, aquellos plagados de buenas intenciones para su pueblo pero que acaban con las esperanzas e ilusiones de las clases más creativas y liberales; estimo, en cualquier caso, que los censores iraníes lo aceptarían porque piensan que las democracias occidentales son totalitarismos tácitos.
En Irán uno no sabe muy bien dónde está dicha línea roja y ante el descalabro económico que supondría retirar los libros de las librerías, por una censura oficial inesperada, los editores son los primeros autocensores; lo que el espíritu no logra censurar lo hará la economía. La censura comienza por uno mismo, por eso dicen que el sistema iraní es brillante: si uno no es capaz de autocensurarse lo harán sus vecinos, por lo que a los censores sólo llegan las migajas revolucionarias de, como diría Aristóteles, una bestia o un dios, ambos altamente improbables de encontrar dentro del género humano. El sistema iraní ha logrado interiorizar en sus súbditos un superyo diseñado ad hoc para la sumisión. Pura ingeniería social.
No olvidemos que los totalitarismos surgen para salvar a los parias, a los desheredados de la fortuna, a los pobres y a la chusma frente a las clases acomodadas y cultivadas; entienden ellos que los ilustrados, que suelen coincidir con los burgueses, se aprovechan de los más débiles por lo que hay que limitarles su poder. Nuestra democracia, entienden, está diseñada para que triunfe la clase creativa y para que la burguesía permanezca en el poder. Es legítimo luchar para que esto cambie, pero la alternativa es muy peligrosa; al menos con nuestra democracia podemos soñar en mejorar algún día, aunque las estadísticas nos digan que, si no pertenecemos a la burguesía, jamás lo conseguiremos.
En Irán quizá gobiernen los filósofos, como deseaba Platón y despreciaba Popper, y sean expertos conocedores del postmodernismo y del neoaristotelismo, pero los amantes de la sabiduría, los eruditos, proyectan sus deseos intelectuales en el pueblo que ni comprende ni quiere comprender y que sólo desea comprar un piso, un coche y soñar que algún día serán ricos. Lo que diferencia a Irán de Occidente es que allí no se puede soñar, pero en ambos países el resultado es el mismo: muy pocos podrán abandonar el escalafón social en el que les tocó nacer. Los europeos son felices soñando que algún día llegarán a ser felices mientras que los iraníes son felices haciendo del mundo un valle de lágrimas que se verá compensado en el más allá. Y mientra sueñan y lloran, ambos pierden la vida.
Para sortear la censura de todo sistema totalitario, lo primero que debe hacerse uno es con un sistema simbólico apropiado y, ante todo, como diría Strauss, con excelentes lectores, lectores de verdad y no simples lectores de playa o de dormitorio. Con Aún no saben mirar más que dormir despertaremos ante la afrenta diaria de aquellos con afán de poder que desean imponer sus utopías al resto de los mortales.
Ahí van algunas perlas:
Imagínese que uno sale por la mañana. Que vuelve por la noche y que repite un trabajo concreto cada día cobrando dinero. Eso me parece algo vacío y sin sentido. Realmente no se puede llamar trabajo a esa clase de trabajo. No, a mí esa clase de trabajo no me gusta. Por ejemplo, este mismo trabajo de enterrar. ¿A dónde llega uno cavando tumbas? A mí me gusta pelearme con la vida. Así por lo menos la vida encuentra algún sentido para mí. No importa si alcanzo mi objetivo o no. Es como la caza. Muchas veces uno vuelve con las manos vacías. Pero la propia persecución, ¡qué gozada! Hay cierta esperanza en ella. (p. 32)
A veces creo que el que mira, el que mira bien, no se aburre esté donde esté. Siempre tiene algo en que pensar. En algo menos en sí mismo. (p. 41)
A veces ocurre algo estúpido. No importa. Les enbtretiene por algún tiempo. Por ejemplo, mañana va a venir un nuevo gobernador. Pueden ir a aplaudir. A hacer ruido. a vitorear. a desmayarse de la emoción. Y después, volverán a su rutina. (p. 46)
La gente grita y aplaude. Siempre les gusta creerse estas palabras. Puede que por eso siempre se apresuren a votar una y otra vez. Y así continúa el espectáculo. Es asombroso cómo la gente escucha todo esto boquiabierta y con los ojos como platos, como si fuera la primera vez que oyera este tipo de discursos. (p. 49)
-No pone nada. Sólo pone que hay que matar a los del otro lado. Sólo eso.
-Tenía que haber preguntado por qué.
-No es nuestro deber. Además, no es necesario en absoluto preguntar el motivo. Porque el motivo no importa. Se puede convencer a cualquiera con cualquier cosa. Y como nosotros sabemos que vamos a ser convencidos, pus ya tampoco preguntamos. Además, aunque preguntemos nos dicen que es por la gloria. por la victoria. Para ser héroes. Dicen que es porque tenemos que empezar una nueva era. Siempre dan las mismas respuestas. Pues será que llevan razón. Por eso lo mejor es que uno haga bien lo que le manden. (p. 67).
La realidad es que inmediatamente después de cualquier guerra, especialmente de las libertadoras, la libertad es encadenada y la justicia, olvidada. (p. 116).
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