Unos depravados están consintiendo en descapitalizar la educación pública para capitalizar los bancos. Afirman, desde un insultante paternalismo y una falsedad deleznable, que es por nuestro bien y para mantener el sistema del bienestar. Sin embargo cualquier persona atenta al discurrir de las noticias, que lea detenidamente análisis políticos y económicos y que, sobre todo, cuente con sentido común y arrojo moral, hará la peineta a esos señores que propalan tamaños despropósitos mientras les lanza un «¡váyanse al infierno!«.
Para poner coto a estas insentateces los profesores hacemos huelgas y nos manifestamos, como el pasado sábado cuando fuimos decenas de miles los docentes que estuvimos en Madrid. La absoluta educación y decoro hace que nuestros movimientos reivindicativos sean pintorescos más bien que sublimes. Con cancioncillas ingeniosas, consabidas banderas sindicales, proclamas divertidas y desenfadados bailoteos nos convertimos en una simple charanga incapaz de frenar los deseos inefables de quienes quieren destrozar la educación pública. Somos un maltrecho bufón que increpa al señor feudal despertando en éste su sonrisa cuando, más bien, deberíamos transformarnos en un Espartaco iracundo que escupiera sin miedo al emperador, único lenguaje que puede comprender la casta política. Entiendan escupir de forma metafórica.
No somos futurólogos, de ahí nuestra incapacidad para saber con certeza hacia dónde nos encaminan los primeros desmantelamientos de la educación pública. Sólo podemos sospechar, intuir. Quienes pensamos que este es el inicio de la peor descapitalización de la educación, la historia nos tildará de paranoicos obsesivos o de ciudadanos valientes y comprometidos que lucharon por evitar la peor catástrofe que puede sufrir una democracia. Quienes piensan, por el contrario, que este hachazo a la calidad educativa es transitorio y que no es necesario despotricar serán juzgados como vulgares indolentes, ingenuos y esquiroles o, al revés, como personas muy capaces que supieron asumir los años de vacas flacas con madurez y sosiego. Sólo el futuro nos liberará de la duda.
En cualquiera de los dos casos -el de pesimista enojado o el de optimista indolente- la decisión última está basada en una intuición, no en una reflexión. Es imposible reflexionar con certeza acerca de cuál es la recta moral porque nos faltan datos y una bola de cristal.
Sin embargo intuyo de forma meridiana que vamos mal y que todo empeorará. Por eso actúo dejándome llevar por un razonamiento similar al de la apuesta de Pascal:
1. Puede creer que la educación pública peligra y luchar para evitar que se desmantele; si en realidad la amenaza de desmantelamiento se materializara nuestra lucha habría tenido sentido pues habríamos aumentado las posibilidades de salvarla.
2. Puede creer que la educación pública peligra y luchar para evitar que se desmantele; si en realidad no va a existir dicho desmantelamiento, entonces tampoco habríamos perdido nada, sólo unos pocos días de clase por las huelgas y otros tantos de inofensivos atascos circulatorios por las manifestaciones.
3. Puede no creer que la educación pública peligre y por tanto no luchar para que se desmantele; si en realidad tiene razón y la educación no terminara desmantelada no pasa nada, usted gana (por casualidad, por azar, pero gana).
4. Puede no creer que la educación pública peligre pero que acabe siendo desmantelada. Si esto es así usted se habrá convertido en cómplice e, incluso, en mano ejecutora de dicho desmantelamiento y, por tanto, en un asesino de la democracia y de la justicia social.
Además los profesores no estamos solos ante los ataques de quienes erosionan el sistema social y democrático de derecho: los indignados también se encuentran entre médicos, bomberos, farmacéuticos y hasta entre las fuerzas armadas, en boca del Teniente Coronel del Ejército del Aire D. Ángel Gómez de Ágreda.
Si queremos poner freno a la caterva de indeseables que maltratan al sistema educativo público hemos de hacer huelga el próximo jueves 3 de noviembre. ¡Ya está bien! ¡Huelga! ¡Huelga!
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