Hubo una época en la que parecía que en el PSOE había algunos asesores con formación filosófica de primer nivel cuyo trabajo se veía reflejado en una acción de gobierno de clara orientación ética, al menos lo intentaban. El PP también tenía algunos buenos asesores intelectuales que hoy en día han sido sustituidos por expertos en malabarismos financieros; en ambos partidos políticos ya no importa tanto el «florecimiento humano» como el rendimiento económico, ignorando que el desarrollo humano es pieza fundamental del desarrollo económico como nos indican los premios Nobel de economía Krugman y Stiglitz. Esto es abyecto y nauseabundo. Sin embargo saber que alguien que ha sido diputada ha escrito un libro como El gobierno de las emociones (editorial Herder) me reconcilia durante unos minutos con la clase política, sea del signo que sea.
La tesis principal de la ex-diputada Victoria Camps es que no existe razón práctica sin sentimiento, es decir, que
La ética no puede prescindir de la parte afectiva o emotiva del ser humano porque una de sus tareas es, precisamente, poner orden, organizar y dotar de sentido a los afectos o las emociones (p. 25)
Con esta premisa de fondo se describe en El gobierno de las emociones la relación de amor-odio que mantuvo la razón con la emoción a lo largo de la historia del pensamiento, relación que se aprecia en las ideas que al respecto propusieron Aristóteles, Spinoza y Hume -protagonistas del libro- acompañados por Séneca, Locke, Hobbes, Nietzsche y Adam Smith. A partir de lo que dijeron dichas mentes preclaras, Victoria Camps compone una ética de las virtudes -de las virtudes cívicas- cuya idea fundamental es que la razón debe gobernar las emociones, pero nunca anularlas y que los sentimientos se pueden educar. Es decir, el intelectualismo moral es erróneo porque de nada vale conocer el bien si no media un sentimiento; lo explicó bien Spinoza en su Ética: «el conocimiento del bien y del mal no sirve si no se transforma en un afecto que potencie la acción».
Por tanto la razón mejora las emociones, y así mismo rediseña el comportamiento moral porque -prosigue Camps- «lo que la razón hace no es eliminar el sentimiento, sino modificarlo, transformarlo en otro sentimiento distinto o más moderado, que será parte del modo de ser de la persona». (p. 46). En este sentido la autora pone un ejemplo que también gusto de compartir con frecuencia con mis alumnos:
Enfadarse es, en principio, un sentimiento natural. Lo que hay que aprender es a enfadarse por lo que merece un enfado. Aristóteles construyó parte de su Retórica para enseñar dicha lección: cómo aprender a tener los sentimientos justos o, diríamos hoy, las emociones adecuadas. (p. 21).
En el momento en que uno se percata de que «las emociones no son algo que me ocurre, sino algo que yo hago» (p. 24), es factible que la razón tome las riendas emocionales. Se trata, en definitiva, de transformar lo inadecuado en adecuado, evitando con dichos términos la tentación maniquea de dividir la realidad en buena o mala, celestial o demoníaca:
Transformar las ideas inadecuadas en ideas adecuadas es el objetivo de la ética para Spinoza. ¿Cómo hacerlo? No anulando el afecto que las ha producido, sino cambiando la idea del mismo. (p. 69)
Más que demonizar las pasiones sin más, lo que conviene es ver cómo podemos reconvertirlas (p. 70)
Lo que separa al hombre dueño de sí del esclavo es la capacidad para transformar los afectos que impiden actuar en afectos que potencian la acción (p. 84)
Además las emociones son ambivalentes según el contexto en el que se produzcan. Por ejemplo, el miedo durante un examen podría ser un camino directo hacia el suspenso, pero ante el ataque de un oso el miedo prepara el cuerpo para una huida más rápida. Del mismo modo se intuye que los afectos poseen una base neurológica y que más que de ética habría que hablar de neuroética como indica Adela Cortina en su magnífico libro Neuroética y neuropolítica. En definitiva, el proceso de hominización ha diseñado cerebros que sobreviven mejor si tienen emociones en las que intervenga una razón que las pula.
Además los cerebros que mejor sobreviven son aquellos predispuestos a la cooperación frente al enfrentamiento. La bondad es racional, natural o neuronal, como ustedes prefieran, pero está claro que es preciso ejercitarla. El ejercicio de la bondad no es cultural sino genético y quien lo practica tiene más probabilidades de sobrevivir; en esta línea de argumentación Steven Pinker explica en Los ángeles que llevamos dentro que a pesar de toda la violencia que asola a la humanidad, nunca el mundo ha sido tan pacífico como en la actualidad. Parece que los genes de cerebros violentos no transmiten con facilidad su patrimonio genético.
En cualquier caso lo fundamental es que los seres humanos practiquen la virtud cívica porque conduce hacia el bienestar individual y colectivo, representado por un Estado justo. Ello invita a Camps a criticar un sistema imperfecto que debería corregirse con urgencia:
Complacer a todos es, en primer término, complacer al poder económico, y al poder político. Luego, habrá que tener en cuenta también a la audiencia en general. Pero enseguida nos damos cuenta de que estamos ante tres factores imposibles de sumar. Para hacerlo, hay que reducirlos todos a un solo factor, el más importante, el del dinero. (p. 61).
La política y la economía pendientes del dinero catalizan el proceso de deshumanización, que junto a los medios de comunicación que los apuntalan configuran un triángulo peligroso: «No es que los medios se dirijan a un público que está ahí en espera de recibir información. Al contrario, los medios crean ese público, lo construyen» (p. 62). Aunque Camps hace extensiva esta crítica a internet -que no comparto en absoluto- bien es cierto que los mass media en general ayudan a desensibilizar a las personas, haciéndoles perder el fundamental sentimiento de compasión que impide sentir dolor por el prójimo que sufre porque se han acostumbrado, por empacho de imágenes, «a la exterminación de seres humanos, especialmente si uno consigue olvidarse de que son humanos» (p. 149); además estos medios tienen el poder de transubstanciar a los villanos en héroes: «los héroes de nuestro tiempo son personajes que no llaman la atención por su buen hacer, por su conducta impecable ni por su entrega a los demás». (p. 114).
Todo ello invita a pensar que si las emociones del hombre son fácilmente manipulables, sea necesario hacerse con un sistema jurídico impregnado de razón y de emoción:
Es preciso instaurar el derecho para que desaparezca el miedo, o, de otra forma, hay que limitar la libertad para preservarla. (p. 176)
Las instituciones que no son los puntales de la democracia no s revitalizan y se muestran incapaces de despertar credibilidad ninguna. (p. 197).
Si no es así el ciudadano vivirá constantemente atemorizado porque «el principio de «desconfianza sistemática», a su vez, es «productor de miedo» (p. 209). El mensaje de Camps es claramente socialdemócrata puesto que de sus palabras se infiere la necesidad de un Estado muy fuerte que además facilite la libertad e independencia de los ciudadanos para que puedan desarrollar sin trabas su vocación. Sin embargo las opciones más liberales o conservadoras deberían tomar nota de este libro para reescribir sus programas políticos en orden a fomentar la virtud cívica entre la ciudadanía; es posible hacerlo desde distintas sensibilidades.
Es un libro de obligada lectura para los profesores cuya interacción constante con estudiantes pone a prueba cada día variados afectos. Conocer dichos afectos y los modos en que la razón puede domeñarlos hace a uno mejor docente. También es un libro recomendado a los indignados del 15M: no en vano la indignación es una ira controlada por la razón, algo que se aprende con la lectura de El gobierno de las emociones. Si ambas razones no le sirven, les doy la última: ha ganado el Premio Nacional de Ensayo. Les dejo con un vídeo en el que aparezco leyendo las interesantes páginas 44-46 sobre el modo de ser que es la virtud:
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