Siempre he sentido cierta animadversión por los maniqueos que van etiquetando a los seres humanos que encuentran como «ángel» o «diablo» y expandiendo una moralina que ni ellos mismos suelen poner en práctica. Por lo general saben tanto de la bondad porque han sido «muy malos», que se lo pregunten a Agustín de Tagaste, que fue «cocinero» antes que «fraile».
Caer en la tentación de moralizar (que hay que evitar a toda costa) es fácil cuando uno se gana el pan como profesor de ética, como es mi caso y el de mi amigo Félix García Moriyón. Sin embargo Félix, en sus clases y en su brillante ensayo Sobre la bondad humana (Biblioteca nueva, Madrid, 2008), nos seduce para ser buenos sin atisbo maniqueo alguno: tras leer el libro uno aprende que ser bueno da placer.
El autor reconoce que le cuesta permanecer en la senda del bien y lo demuestran sus palabras cuando se despide de la gente «sé bueno, a mí también me cuesta». Es su lucha, la lucha de la gente de bien, un intento de dignificar al ser humano y de intentar hacer de esta inmensa bola de dolor, que es el mundo, un lugar más apacible que saque lo mejor que todos llevamos dentro. Mientras ya se prepara Sobre la maldad humana deleitémonos con algunas de las perlas que nos regala el libro:
Cuando la bondad se convierte en rango distintivo de una persona y así lo reconocemos, estamos hablando de plenitud, de gozo y alegría de vivir, de creatividad e imaginación, de verdad y de belleza. (p 18)
Hay otra posibilidad más que puede explicar la presencia del mal en nuestras vidas, se trata de su omnipresencia, de su viscosa ubicuidad en la sociedad en la que vivimos. Es lo que Hanna Arendt hizo famoso al llamarlo la banalidad del mal, esos pequeños males que cometemos en la vida cotidiana con una tranquilidad y eficacia digna de probos funcionarios y honestos trabajadores, que no se plantean en ningún momento el alcance de lo que se les pide que hagan y simplemente terminan haciéndolo porque así actúa todo el mundo. (p 20)
Hay personas y contextos que parecen sacar lo mejor que llevamos dentro y otras que, por el contrario, nos inducen a mostrar el lado malo. (p 27)
Este es el núcleo de la cuestión: nos encontramos ante un abanico de posibilidades de modos de existencia y tenemos que ir eligiendo en cada momento quiénes queremos llegar a ser y en qué clase de mundo queremos vivir. (p 37).
Los poderosos han jugado siempre con esta tendencia del ser humano a delegar con excesiva facilidad y cambiar su libertad por la seguridad o la tranquilidad. Tener que tomar decisiones es cansado y exige un esfuerzo personal notable por lo que no está nada mal que otros decidan por nosotros. (p 59)
Son buenas aquellas personas que saben conciliar sus propios intereses con los de los demás e incluso ponen estos últimos por delante. (p 75).
La persona envidiosa mira de algún modo en su interior y llega a la conclusión de que hay algo que le falta y no debiera faltarle porque se lo merece, mientras ese algo es poseído por otra persona, ésta sin merecerlo, al menos tanto como el que envidia. (p 81).
Lo que más nos duele no es tanto que el regalo no nos guste o no vaya en absoluto con nuestra persona, sino que muestre el poco interés que el otro tiene por nosotros. (p 120).
Que carguen otros con las responsabilidad y la consiguiente culpabilidad. Un alumno no suspende, sino que es víctima de un profesor que le tiene manía y por eso tiende a decir que ha aprobado, cuando las cosas salen bien, cambiado el verbo a pasivo para decir que ha susoendido, cuando las cosas salen mal. En dirección contraria, el profesorado invierte los términos: yo no soy un mal profesor, son mis alumnos los que no estudian nada y no se esfuerzan; aprueban gracias a mi trabajo y suspenden porque ellos no trabajan. (p 133).
Un ejercicio radical de la bondad va unido a un cierto abandono de nuestra capacidad de razonar. (p 140).
Casi siempre la madre y el padre, cuando analizan con el profesirado el bajo rendimiento académico de su hijo, prefiere que le consideren un vago a que le consideren tonto. (p 141).
Las personas atolondradas no son un ejemplo de bondad moral, pero tampoco parecen serlo las personas indecisas. (p 157).
La responsabilidad, o la culpa moral, es del profesor en el caso del suspenso, mientras que en el caso de aprobado pasa a ser mérito atribuible al esfuerzo personal del alumno. El profesorado hace algo parecido, pero al revé: mis alumnos suspenden porque no estudian, pero aprueban gracias a mi calidad pedagógica. (p 162).
Si utilizas la violencia para conseguir tus propósitos, corres un elevado riesgo de que, una vez conseguidos, sigas recurriendo a la violencia para mantener esos logros hasta el punto de que al final la violencia ha pasado de ser un medio provisional y temporal a convertirse en el eje de tu comportamiento. (p 171).
En mis clases de ética, no permito a mis alumnos que me contesten con un depende; si así lo hacen, exijo de inmediato que me digan de qué depende, es decir, que pongan sobre la mesa cuáles son los criterios que nos permiten saber de qué depende nuestra actitud moral. Esa exigencia de rigor modifica sustancialmente la conversación: ya no nos quedamos en un bobo intercambio de opiniones, sino qur ya pasamos a una seria confrontación de puntos de vista. (p 185).
El miserable es perverso, abyecto y canalla, y quizá por eso mismo es también desdichado e infeliz. (p 194).
La literatura clásica ha explorado con frecuencia esa ambivalente situación en la que alguien cree odiar a otra persona, mientras que en el fondo lo que sucede es que la ama, pero no se puede decir que la ame hasta que no interprete sus estados anímicos y corporales como amor. (p 199).
Si el niño ha pasado un tiempo largo con la guerrilla, superior a los 8 meses aproximadamente, resulta sumamente problemático que recuperen los sentimientos propios de una vida moral, mucho menos de una vida moral buena. Su comportamientos moral mostrará siempore serias carencias que difícilmente podemos imputarles. (p 205).
No parece que el odio, cuando se dirige a personas, sea un sentimiento moral positivo, aunque sí puede ser positivo dirigido a situaciones gravemente injustas con las que deseamos acabar. (p 206).
La persona buena es una persona virtuosa, que es tanto como decir que es aquella que tiene fuerza suficiente para llevar adelante lo que considera que tiene que hacer. (p 208).
La bondad comienza precisamente cuando vencemos el miedo y nos negamos a ser unos cobardes. (p 211).
Quienes ocupan las posiciones de dominio en una sociedad tienen una especial tendencia a provocar el miedo entre los ciudadanos porque saben que, cuanto más miedo padezcan, más fácil será que se conviertan en súbditos obedientes en lugar de en ciudadanos exigentes. (p 212).
Las personas que tienen baja autoestima tienen serios problemas parta hacer el bien. (p 215).
Frente a Descartes, hay que decir más bien que soy amado, luego existo. (p 228).
La buena persona se indigna porque le duele en lo más profundo de su ser la presencia del mal y no quiere de ningún modo ser cómplice del mismo. (p 255).
Las buenas personas analizan bien y detalladamente la situación, procurando que no se les pasen por alto aspectos que posteriormente pueden mostrarse relevantes y pertinentes. Piensan en alternativas tanto en el planteamiento del problema como en las posibles soluciones que sean factibles, exploran caminos poco frecuentes y novedosos y asumen riesgos de hacer cosas que nadie ha hecho hasta ese momento. (p 291).
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Maite Hernández en La opinión de Málaga
Eikasia. Revista de filosofía.
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