Lo más tedioso de los viajes largos, no los de simple turisteo, es la burocracia. Es sumamente sencilla cuando se va a trabajar a Europa o a América Latina, pero complicada en el resto de países. Desde los atentados del once de septiembre los requisitos para acceder a un visado de trabajo de Estados Unidos son muy exigentes, más que para ir, por ejemplo, a China o a Irán, lugares maravillosos pero de burocracias desesperantes.
Cuando fui hace más de una década ni siquiera era preciso presentarse en la Embajada en Madrid, mientras que ahora hay que armarse de paciencia, hacer colas, entrevistas, rellenar interminables formularios por internet, fotografiarse, llamar por teléfono, escribir emails y, lo exasperante, pagar en torno a quinientos euros por todo el proceso (fotocopias, tasas, compulsas, desplazamientos, mensajería, más tasas…). Quien sobreviva adquirirá una inmunidad vitalicia a todo trámite que le echen encima porque, como bien intuye la sabiduría popular, lo que no mata, engorda.
Una vez con el visado estampado en el pasaporte se apodera del viajero cierta sensación de bienestar porque lo creía inalcanzable. Pero el acíbar pronto inunda el corazón: El viajero es consciente de que lo verdaderamente difícil está aún por llegar.
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