Volando vuelvo

En estos momentos vuelo hacia Estados Unidos. Hace trece años fui allí profesor en la tranquila, blanca y gélida Nebraska y ahora quedan pocas horas para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Miami; Florida es la antítesis climática del Mid West, y también —ahí va el primer prejuicio— su contrario social y cultural. Del country pasamos a la salsa, de las vacas a los caimanes y de los inmensos campos de maíz a los lagos, los mares y las palmeras. El white anglo saxon protestant, dominante en el Corn belt, se diversifica en varias razas y etnias codominantes, los sombreros y botas de cowboy se convierten en camisas floreadas y bermudas coloridas; no en vano hay ferry directo hasta las islas que dan nombre a tan jovial atuendo. Uno, en el fondo, viaja para curarse de prejucios como los que acabo de expresar.

Es este un artículo programado para que se autopublique mientras sobrevuelo el Atlántico, pero adelanto las sensaciones: Desde el cielo se contempla el agua infinita que en nada se diferencia de la inmensidad de tierra del continente que acabamos de abandonar; en ambos no se vislumbran personas, ni siquiera se intuyen; allí abajo hay una inmensa bola de vacío dirigida irremisiblemente hacia la muerte térmica. Aquí arriba se siente la pequeñez humana, la fascinación por la grandiosidad del universo y la intranquilidad por los futuros inciertos que esperan a uno al bajar la escalinata del avión; se intuyen los universos paralelos biográficos que desaparecen a medida que nos adentramos en el universo real, que nunca sabremos si es el que mejor nos convino; bien lo expresó W. G. Sebald en Los anillos de Saturno: cuando nos contemplamos desde tal altura es horrible lo poco que sabemos de nosotros mismos, de nuestra finalidad y de nuestro fin.

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