Los homeless conforman un elemento importante del decorado usamericano; les encontramos al lado de los Wallmarts empujando carritos, de pie en los semáforos tocando guitarras, fingiendo que leen en las bibliotecas públicas para protegerse del frío; y derrotados por el alcohol, como el señor de la fotografía.
Acabar con la pobreza del país está al alcance de Estados Unidos, pero el espíritu estadounidense —existencialista, arrogante y egocéntrico— considera que uno es pobre por decisión propia y el Estado carece de autoridad para obligar al homeless a dejar de serlo; ello extralimitaría las funciones del Estado convirtiéndolo en totalitario.
Si no hubiera difuminado su cara, contemplarías el miedo cerval que lanzan sus ojos para, instantes después, comprobar que son los tuyos proyectados en él. En realidad transmiten esperanza porque se aproxima un nuevo trago de vino barato mezclado con Coca-cola.
A este país se le ha ido la mano con el neoliberalismo.
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