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La cuestión del origen y fundamento de la sociedad y el poder
A lo largo de la historia, se han ofrecido diversas explicaciones que oscilan entre concebir la sociedad como una realidad natural y verla como una construcción artificial producto de acuerdos entre individuos. Esta dicotomía ha marcado el desarrollo del pensamiento político, desde la visión clásica hasta las teorías contemporáneas.
En la filosofía griega, Platón y Aristóteles sostenían que la vida en sociedad no es algo arbitrario, sino una necesidad inherente a la naturaleza humana. Aristóteles, en particular, afirmaba que el ser humano es un «animal político» (zoon politikon), lo que significa que solo puede realizarse plenamente en una comunidad organizada. Desde esta perspectiva, el poder político surge de manera espontánea para garantizar el orden y la justicia dentro de la polis. Esta visión fue retomada en la Edad Media por pensadores cristianos como Santo Tomás de Aquino, quien interpretó el poder como una institución de origen divino cuya legitimidad radica en su capacidad para promover el bien común.
Con la llegada de la modernidad, la idea de que la sociedad y el poder tienen un fundamento natural comenzó a ser cuestionada. Filósofos como Hobbes, Locke y Rousseau propusieron la teoría del contrato social, que entiende la sociedad como el resultado de un acuerdo entre individuos que deciden vivir bajo un conjunto de reglas comunes. Thomas Hobbes, en su Leviatán, imaginó un estado de naturaleza donde la vida sería caótica y peligrosa, lo que obligaría a los seres humanos a pactar un poder soberano que garantice la seguridad. John Locke, por su parte, ofreció una visión más optimista, argumentando que los individuos poseen derechos naturales como la vida, la libertad y la propiedad, y que el poder político solo es legítimo si los protege. Rousseau llevó esta idea más lejos al sostener que el poder legítimo solo puede basarse en la voluntad general, es decir, en la participación activa de todos los ciudadanos en la toma de decisiones.
En el siglo XIX, Karl Marx introdujo una crítica radical a esta visión contractualista al sostener que el Estado y las instituciones políticas no son el resultado de un acuerdo libre entre individuos, sino herramientas de dominación de una clase sobre otra. Para Marx, el poder político está indisolublemente ligado a las condiciones económicas y a la lucha de clases, y el Estado no es más que un mecanismo para garantizar los intereses de la clase dominante. Esta perspectiva materialista influyó profundamente en las teorías políticas posteriores, que comenzaron a analizar el poder no solo desde un punto de vista jurídico o filosófico, sino en términos de relaciones económicas y sociales.
Ya en el siglo XX, filósofos como Michel Foucault transformaron nuevamente la manera en que se concibe el poder. En lugar de verlo como una entidad localizada en el Estado o en las instituciones políticas, Foucault lo entendió como una red de relaciones que atraviesa toda la sociedad y que se ejerce a través de discursos, normas y prácticas cotidianas. Desde esta perspectiva, el poder no es simplemente una imposición desde arriba, sino algo que se manifiesta en múltiples niveles y que incluso los individuos ejercen sobre sí mismos mediante la internalización de normas y reglas. Esta concepción ha sido fundamental para el desarrollo de la teoría crítica contemporánea, influyendo en estudios sobre género, biopolítica y relaciones de poder en distintos ámbitos.
El debate sobre el origen y fundamento del poder sigue abierto, y las preguntas fundamentales persisten: ¿de dónde surge la autoridad política? ¿Qué hace legítimo el ejercicio del poder? ¿Es la sociedad una construcción artificial o una consecuencia natural de nuestra existencia? A lo largo de la historia, las respuestas han variado, pero lo que queda claro es que la reflexión sobre el poder sigue siendo crucial para entender la organización de nuestras sociedades y los conflictos que las atraviesan.
El pensamiento político medieval estuvo influenciado por la filosofía aristotélica y la teología cristiana, estableciendo una concepción del poder en la que la autoridad se justificaba a través del orden natural y divino. A diferencia de la modernidad, donde se desarrolla la teoría del contrato social como un fundamento racional del poder, la política medieval se estructuraba en torno a la idea de que la sociedad y el gobierno eran expresiones de un orden cósmico en el que cada individuo tenía un lugar determinado. En este contexto, pensadores como Santo Tomás de Aquino defendían que el poder terrenal debía estar subordinado a la ley natural y a la voluntad divina, mientras que la monarquía, considerada de origen divino, era vista como la mejor forma de gobierno para garantizar la armonía en la sociedad.
Con la crisis del orden medieval y el surgimiento del pensamiento renacentista y humanista, comenzaron a aparecer nuevas formas de entender el poder y la sociedad. El progresivo debilitamiento de la autoridad eclesiástica, el desarrollo de los Estados-nación y las guerras de religión generaron la necesidad de justificar el poder político desde bases más racionales y menos dependientes de la teología. Fue en este contexto que surgió la teoría del contrato social, que reemplazó la idea de un poder otorgado por Dios por la noción de un acuerdo racional entre los ciudadanos.
El contractualismo político alcanzó su expresión más clara en los filósofos del siglo XVII y XVIII, especialmente en las obras de Thomas Hobbes, John Locke y Jean-Jacques Rousseau. Cada uno de ellos planteó una versión distinta del contrato social, respondiendo a sus propias concepciones sobre la naturaleza humana y el propósito del gobierno. Para Hobbes, el estado de naturaleza era un escenario de caos y conflicto, lo que justificaba la necesidad de un soberano absoluto que garantizara el orden y la seguridad mediante un contrato irrevocable. Locke, en cambio, concibió un estado de naturaleza más pacífico, donde los individuos poseían derechos inalienables como la vida, la libertad y la propiedad, y argumentó que el poder debía estar limitado por el consentimiento de los gobernados. Rousseau llevó esta idea más lejos al afirmar que el contrato social debía basarse en la voluntad general, asegurando que el poder político surgiera de la participación activa de los ciudadanos en la vida pública.
El paso del pensamiento político medieval a la teoría del contrato social supuso una transformación radical en la manera en que se concebía el poder. Mientras que en la Edad Media la autoridad se consideraba parte de un orden trascendente, en la modernidad se empezó a entender como el resultado de un acuerdo entre individuos racionales. Esta transición marcó el inicio del pensamiento político moderno y sentó las bases de la democracia liberal y de las concepciones contemporáneas sobre los derechos y la legitimidad del gobierno.

La teoría del contrato social de Thomas Hobbes (1588-1679) es una de las formulaciones más influyentes del pensamiento político moderno. Desarrollada principalmente en su obra Leviatán (1651), esta teoría parte de una visión pesimista de la naturaleza humana y plantea que el poder absoluto del soberano es la única garantía para la paz y la estabilidad social.
Hobbes describe el estado de naturaleza como una situación en la que los seres humanos viven sin leyes ni autoridad, guiados únicamente por sus deseos e instintos de supervivencia. En este estado, afirma, la vida sería «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta», ya que los individuos estarían en una constante guerra de todos contra todos (bellum omnium contra omnes). Dado que los seres humanos son naturalmente egoístas y buscan maximizar su propio beneficio sin considerar el bienestar de los demás, la violencia y el caos serían inevitables.
Para escapar de esta condición de inseguridad, los individuos acuerdan un contrato social, mediante el cual renuncian a su derecho irrestricto a actuar como deseen y ceden su poder a un soberano, quien tendrá la autoridad absoluta para imponer el orden y la ley. Este soberano puede ser un monarca o una asamblea, pero debe tener un poder absoluto para evitar que la sociedad caiga en la anarquía. Hobbes llama a esta entidad el Leviatán, una figura que simboliza el Estado fuerte y centralizado que garantiza la paz mediante el monopolio de la fuerza.
La teoría hobbesiana del contrato social es profundamente autoritaria, ya que sostiene que una vez que los ciudadanos han cedido su poder al soberano, no pueden revocar el contrato ni rebelarse contra él, salvo cuando su vida está en peligro directo. Hobbes justifica este absolutismo argumentando que cualquier forma de división del poder o limitación de la autoridad llevaría nuevamente al conflicto y al estado de naturaleza.
A diferencia de otros contractualistas como Locke y Rousseau, Hobbes no basa la legitimidad del gobierno en la protección de derechos naturales inalienables, sino en su capacidad para garantizar el orden y la seguridad. Su visión del Estado como una entidad todopoderosa ha sido criticada por su falta de mecanismos para limitar el abuso del poder, pero al mismo tiempo ha sido valorada por su realismo político y su influencia en el desarrollo del pensamiento sobre el Estado moderno.
En última instancia, la teoría del contrato social de Hobbes es una respuesta a la incertidumbre y la violencia de su tiempo, marcada por la Guerra Civil Inglesa. Su obra establece las bases del pensamiento político moderno al formular la idea de que el Estado es una construcción artificial basada en un pacto racional entre los ciudadanos, en lugar de un mandato divino o un orden natural inmutable.

La teoría del contrato social de John Locke (1632-1704), desarrollada principalmente en su obra Dos tratados sobre el gobierno civil (1689), representa una visión más moderada y liberal del origen del poder político en comparación con la propuesta absolutista de Hobbes. Para Locke, el contrato social no tiene como objetivo someter a los individuos a un soberano absoluto, sino garantizar la protección de sus derechos naturales: vida, libertad y propiedad.
Locke parte de una concepción más optimista del estado de naturaleza, en el que los seres humanos viven en relativa armonía, guiados por la razón y sujetos a una ley natural que les impone deberes morales. Sin embargo, aunque en este estado las personas son libres e iguales, también enfrentan problemas como disputas por la propiedad o la falta de una autoridad imparcial para hacer cumplir la justicia. Para resolver estos conflictos, los individuos deciden formar una sociedad civil mediante un contrato social, en el que acuerdan establecer un gobierno que proteja sus derechos y garantice el orden.
A diferencia de Hobbes, Locke sostiene que el poder político no es absoluto, sino que está limitado por la finalidad misma del contrato: la protección de los derechos naturales. Si el gobierno se convierte en una amenaza para estos derechos, los ciudadanos tienen el derecho de resistir y derrocar al gobierno ilegítimo, pues el poder político no es un fin en sí mismo, sino un instrumento al servicio del pueblo. Esta idea será fundamental para el desarrollo del constitucionalismo y el pensamiento democrático.
Locke también introduce la separación de poderes, argumentando que el gobierno debe dividirse en distintas funciones para evitar abusos. Plantea una diferenciación entre el poder legislativo, encargado de crear las leyes, y el poder ejecutivo, responsable de aplicarlas, anticipando así la teoría de Montesquieu sobre la división de poderes.
Uno de los aspectos más influyentes de la teoría lockeana es su concepción de la propiedad. Para Locke, la propiedad privada surge cuando un individuo mezcla su trabajo con los recursos naturales, transformándolos en bienes con valor. El Estado, por tanto, debe garantizar la protección de la propiedad, lo que convierte a su teoría en una de las bases filosóficas del liberalismo económico.
La teoría del contrato social de Locke influyó profundamente en las revoluciones liberales del siglo XVIII, especialmente en la Revolución Gloriosa en Inglaterra (1688), la Revolución Americana (1776) y, en menor medida, en la Revolución Francesa (1789). Su énfasis en la libertad, los derechos naturales y la soberanía del pueblo sentó las bases del pensamiento político liberal y de las democracias constitucionales modernas.

La teoría del contrato social de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) es una de las más influyentes en la filosofía política y una de las formulaciones más radicales del contractualismo. Desarrollada en su obra El contrato social (1762), Rousseau parte de la idea de que la legitimidad del poder político solo puede fundarse en la voluntad general, un principio que garantiza la libertad y la soberanía del pueblo.
Rousseau, a diferencia de Hobbes y Locke, concibe el estado de naturaleza como una etapa en la que los seres humanos vivían libres, iguales e independientes. No era un estado de guerra, como en Hobbes, ni un orden con derechos naturales claramente definidos, como en Locke, sino una existencia simple y armoniosa, en la que los individuos no estaban corrompidos por la sociedad. Sin embargo, con el desarrollo de la civilización y la propiedad privada, surgieron desigualdades y conflictos, lo que llevó a la necesidad de establecer un pacto social.
Para Rousseau, el contrato social no es simplemente un acuerdo para garantizar la seguridad o la propiedad, sino una transformación radical de la condición humana. Al formar una comunidad política, los individuos dejan de obedecer intereses individuales y pasan a formar parte de un cuerpo colectivo regido por la voluntad general. A diferencia de la voluntad de la mayoría, que puede reflejar intereses particulares, la voluntad general expresa el bien común y debe prevalecer sobre cualquier interés individual.
Esta idea implica que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo y no puede ser delegada a un monarca o una autoridad externa. Rousseau rechaza tanto el absolutismo de Hobbes como el liberalismo de Locke, defendiendo un modelo de democracia directa, en el que los ciudadanos participan activamente en la formulación de las leyes. En este sentido, el Estado no es un ente separado de la sociedad, sino la expresión de la voluntad colectiva.
Para garantizar la libertad dentro del contrato social, Rousseau introduce el concepto de libertad civil, que no consiste en hacer lo que uno quiera, sino en obedecer las leyes que uno mismo ha contribuido a establecer. En otras palabras, al someterse a la voluntad general, el individuo no pierde su libertad, sino que la recupera en un nivel superior, pues ya no está sometido a intereses particulares ni a la arbitrariedad del poder.
Rousseau también aborda el problema de la desigualdad y la corrupción política, argumentando que muchas formas de gobierno terminan traicionando el pacto social al favorecer a las élites en lugar del pueblo. De ahí que su teoría haya sido vista como una inspiración para los movimientos republicanos y revolucionarios, especialmente la Revolución Francesa, donde sus ideas influyeron en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres
Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin necesidad alguna de sus semejantes, así como sin ningún deseo de perjudicarlos, quizá hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente; sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, sólo tenía los sentimientos y las luces propias de este estado, sólo sentía sus verdaderas necesidades, sólo miraba aquello que le interesaba ver, y su inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por casualidad hacía algún descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni reconocía a sus hijos. El arte perecía con el inventor. No había educación ni progreso; las generaciones se multiplicaban inútilmente, y, partiendo siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurrían en la tosquedad de las primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre seguía siendo siempre niño (…)
(…) ¿Y cómo podrá llegar el hombre a verse tal como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su constitución original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o añadido a su estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar y las tempestades habían desfigurado de tal modo que menos se parecía a un dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas en la constitución de los cuerpos y por el continuo choque de las pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia, hasta el punto de que apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la había dotado, sino el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del entendimiento en delirio. Pero lo más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.
Waal, La edad de la empatía
Esta idea, propuesta por el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau como el contrato social, inspiró en los padres fundadores de Estados Unidos la creación de la «tierra de los hombres libres». Es un mito tremendamente extendido todavía hoy entre los departamentos de ciencias políticas y las facultades de derecho, pues presenta la sociedad como un compromiso negociado y no como algo que surge de manera natural.
Tusquets, Barcelona, 2011, p. 39.
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