Mi alumna no podía concentrarse en la tarea asignada durante la clase. Estaba agotada y, de hecho, se durmió. La desperté con cuidado y me lo explicó muy triste:
La migra había llamado a su puerta de madrugada buscando a inmigrantes indocumentados. Despertaron a ella y a su familia con malos modos para pedirles la documentación; la tenían en regla así que les dejaron en paz, aunque mi estudiante no pudo volver a conciliar el sueño. Varios vecinos de su barrio no tuvieron tanta suerte; mi alumna, todavía asustada, vio desde la ventana cómo la migra se llevaba a varios adultos en furgonetas, mientras que a sus hijos —llorando— los introdujeron en coches distintos, sin tantas luces, más disimulados. En pocos minutos rompieron las familias: empaquetaron a los padres de vuelta a la frontera, y trasladaron a los hijos a una casa de acogida.
Pedirle a la alumna, menor de edad, que estuviera despierta durante mi clase hubiera sido un acto de maldad; dentro del aula nadie le pedirá papeles. Además, a ninguno de sus 43 compañeros de clase les molesta que hoy su amiga duerma mientras ellos trabajan; y a mí tampoco.
Tras esta historia cobra sentido la frase de Winston Churchill: «La democracia es el sistema político en el cual, cuando alguien llama a la puerta de calle a las seis de la mañana, se sabe que es el lechero».
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