El alumno acosado esconde su hostigamiento, lo invisibiliza con una sonrisa forzada, con el silencio que grita, con un «estoy bien» tembloroso. No denuncia a sus malhechores porque ha aprendido en los libros y en las películas que los soplones son seres repugnantes. Tiene principios éticos y es lo único por lo que, si fuera necesario, luchará con fiereza; pero a nadie le importa. El abusón nada teme porque el abusado siempre le pone la otra mejilla.
El alumno acosado posee una fuerza formidable que los compañeros maltratadores tratan de doblegar. Y lo consiguen con gran éxito porque el sentimiento de odio mantiene con fuerza los puños cerrados y las bocas abiertas con insultos soeces y nauseabundos escupitajos.
El infame acosador es producto de la envidia, del odio a sí mismo, de sus complejos, de sus traumas familiares y de la demencia. Proyecta en el acosado sus temores y los de sus padres. El acosador ve en el acosado a un yo que detesta, que aborrece, al que le gustaría pegar un puñetazo y luego escupirle. El acosador, como el homosexual homófobo, tiene asco de sí mismo.
Nadie es culpable de la desgracia del acosado. No lo son sus familias indiferentes, ciegas o analfabetas; ni lo son los profesores acelerados, insensibilizados y obsesionados por impartir contenidos. Tampoco lo son los directivos, inspectores y orientadores pendientes de rellenar formularios, de castigar comportamientos visibles, identificables y categorizables. El acoso no existe hasta que ya es demasiado tarde para castigarlo, redirigirlo o sublimarlo.
Porque el acosador es invisible. Le basta un susurro envilecido y una mirada disimulada para helar el corazón del acosado; y un imperceptible gesto con la mano; y una pervertida mueca que todos —menos el acosado— interpretan como muestra de cariño.
La sutilidad del acosador le invisibiliza ante los demás y ante sí mismo. Quien acosa no es consciente de su acoso —como el loco que desconoce su locura—; no siente culpa ni empatiza; piensa que el acosado disfruta de su compañía: —¡al menos yo le hago caso! —dice en su defensa; y es que cuenta con el beneplácito, activo o silente, de compañeros, de profesores y de la sociedad en su conjunto necesitados urgentemente de un chivo expiatorio.
El acosador tiene vocación de líder. Es un perro pastor —socialmente útil— que prepara al distinto para una sociedad que castiga la distinción. Su agresividad está bien estructurada, le es consustancial; los padres, sin saberlo, le han educado en la excelencia del odio al débil; porque el débil —piensa— es un peligro social.
No obstante llegará el día, de adulto, en que tome conciencia de que el realmente débil es él mismo; la vida, con un ardid de justicia poética, le devolverá con creces el mal que hizo para convertirlo en carne de tabernas baratas. Para que eso llegue queda mucho tiempo, mientras tanto se levanta cada día pensando en cómo avivar el infierno de su acosado.
Tampoco el acosado sabe que es acosado, su mal no es más que uno de otros tantos dolores recurrentes con que sabe que hay que existir en esta inmensa bola de dolor que es el mundo. Si el acosado no acaba destruido se hará más fuerte y algún día encontrará a su acosador por la calle, tambaleándose, y solo le inspirará pena. El acosado no es rencoroso. No odia. Ni siquiera tendrá mal recuerdo de ese entorno extraordinariamente agresivo y patológico que fue el instituto. Los acosados suelen ser buenas personas y la bondad —con su plenitud, creatividad y gozo— exacerba a los psicópatas.
No hay solución posible al acoso escolar más que la de contratar a más psicólogos. Mientras eso llega es crucial la clase de Valores Éticos, un refugio en el que hacer catarsis de problemas inadvertidos que nunca son problematizados. En esta asignatura debe haber profesores especialistas que traten de concienciar al acosador de su trastorno y que alivien al acosado de su afrenta; que enseñen la empatía y los valores asociados cuyas familias desconocen o no saben transmitir. El profesor de Valores Éticos debe poner un espejo socrático ante el acosador para que piense por sí mismo: «¡menudo pequeño cabrón que estoy hecho!».
ACTUALIZACIÓN
Deja una respuesta